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Aquel milagro en Berna…

por el 18 junio, 2012 • 7:40

 

Curiosas las percepciones de la memoria colectiva, del imaginario cultural popular vinculado al fútbol. Si alguien nos pregunta a botepronto por el mayor prodigio visto sobre un rectángulo de juego, buena parte de nosotros activará el correspondiente mecanismo para responder ágil: Maracanazo. Y contra las glorias de Gigghia, Schiaffino, el gran Obdulio Varela y el desdichado arquero Barboza, esculpidas a machamartillo, apenas una minoría crítica y zumbona planteará como candidatura alternativa ese etéreo concepto, Das Wunder von Bern, que ni siquiera ocupa lugar más que secundario en nuestro desván de los recuerdos. El milagro de Berna, la sensacional final del Mundial’54 entre los alemanes federales de Fritz Walter y los mágicos magiares de Ferenc Puskas, con una constelación de maravillas en el cartelón de protagonistas. De Grosics a Bozsik, de Hidegkuti a Czibor, de Kocsis a Lorant; de Turek a Rahn, de Eckel a los hermanos Walter, de Morlock a Posipal…. Y, sobre todo, sus bambalinas de descomunal dimensión, leyenda eterna, muestra inequívoca del inmenso poder redentor del fútbol.

 

Incluso el envoltorio de aquel rutilante, sorprendente, electrizante duelo resulta de enorme calado. Por esbozar un dato colateral desconocido: Laci (así le llamaban sus propios compatriotas) Kubala viajó hasta Suiza desde Barcelona para ver dicha final. Seis largos años después de huir a través de la frontera austríaca, de movilizar a los dos bandos del telón de acero a favor y en contra, el gran Kubala iba a reencontrarse con sus viejos compañeros de filas. Tan emotivo trance ha pasado desapercibido incluso a sus biógrafos, pero las hemerotecas de la época sirven aún para deleitarnos con su propio recuerdo en primera persona. Kubala acababa de sufrir en San Mamés, víctima de Eneko Arieta I y de su propia y arriesgada manera de proteger el balón, la peor lesión de su carrera, rotura de ligamentos laterales en la rodilla con extirpación del menisco derecho. Con las técnicas quirúrgicas y rehabilitadoras de la época, la complejidad de tal operación no generaba ningún optimismo. Y así fue, Lazsli perdió, para siempre, parte de su velocidad y potencia. Aún renqueante, pues, a comienzos de junio del 54, decidió comprobar en país neutral cómo le recordaban los suyos. Coleaba, más de cuatro años después, el litigio entre húngaros y españoles. En su país de origen le consideraron desertor, delincuente y fue perseguido por procedimientos penales pendientes, con gravísimas acusaciones. Y de ahí no les bajaba nadie, ni siquiera la FIFA al completo, ni les bajaba del burro su adquirida condición de español a todos los efectos, ya internacional en la selección.

Con cierto resquemor y una entrada para la final en el bolsillo, Kubala se aleja del bullicio, pero corre la voz de su presencia y el gran Nándor Higdekuti acude presto a su encuentro. Le hace pasar al vestuario, casi como quien introduce un fetiche. Se le abraza llorando el portero Grosics, le sonríe Puskas, se hace fotos con todos ellos y, de vuelta a la capital catalana, confiesa a los periodistas: “Ante tan gran recibimiento, yo no sabía qué hacer. Quedé tan emocionado y sorprendido que les hablaba a la vez en húngaro, checo y español. Su gesto espontáneo me produjo una gran alegría. Incluso compartí charla con técnicos del equipo. He regresado de Suiza con ánimos extraordinarios”. Justo lo que precisaba para su hiel del momento, miel brindada desde el sector emotivo que menos sospechaba.

 

Centrados en el duelo definitivo, ya sabemos que Hungría ganó a los germanos por 8-3 en la primera fase del torneo, como conocida resulta su racha de 30 partidos en cuatro años sin mácula, su apelativo de mágicos magiares cuya fama trascendía continentes. No tenían parangón y eran los favoritos por mucho que Puskas arrastrara molestias y tuviera que jugar infiltrado. La leyenda recuerda que Puskas era un apelativo, traducible como escopeta al castellano; en su auténtico apellido figuraba Purczfeld aunque ya ni en su familia lo recordaran así. Ellos instituyeron el 4-2-4, con Hidegkuti –compartamos el guiño- trocado en variante europea de Adolfo Pedernera o Alfredo Di Stéfano: falso delantero centro que retrasa su posición para organizar diabluras ofensivas al lado del también enorme Bozsik. Ellos, con los estiletes Sándor Cabeza de Oro Kocsis y Zoltan Pájaro Loco Czibor, habían sido capaces de someter por primera vez a la Inglaterra de Wright y Matthews con un demoledor 3-6 en Wembley.

La tarde en el Wankdorfstadion era infernal. Terreno embarrado, cielo gris plomo, lluvia, frío, niebla. Como dicen aún los germanos en acepción común, “un día para Fritz Walter”, famoso por jugar mejor cuando peores eran las condiciones meteorológicas. Los alemanes, aleccionados por Sepp Herberger, un estudioso de tácticas y rivales, llegaron al estadio cantando una tonadilla de su tierra para conjurar el miedo que sentían a una paliza atroz. No les faltaba razón: a los ocho minutos de la final perdían ya por 2-0, goles del propio Ferenc y Czibor. Pero ocurrió el milagro. Entre los achaques de Puskas, los paradones del arquero Turek, cuatro balones a la madera y un gol anulado a los magiares salpicado de polémica, a la tropa de Walter se le ocurrió renacer cuando lo habitual hubiera sido hundirse. Lo consiguieron a partir de la táctica de Herberger, quien situó al joven medio Horst Eckel sobre Higdekuti y a Werner Liebrich encima de lo que quedaba de Puskas, rompiendo así los enlaces en el celebrado cuadrado mágico, otro de los admirativos alias cosechados por los magiares. Morlock y Rahn empataron antes del descanso. Y ya, en la agonía, a cara y cruz, en el minuto 84 de juego, un pase de Fritz Walker a Helmur Rahn provocó el acompañamiento musical de un coro de valquirias con fondo wagneriano. El acabose, la estupefacción absoluta. Y llegó lo mejor para unos, la desgracia de otros, como acostumbra a suceder.

Algunos historiadores del fútbol alemán denominaron a tan insospechado regalo la purga de los demonios de la II Guerra Mundial. Nueve años después de la derrota, algo les devolvía la sonrisa. Por fin. Aquella victoria contra todo pronóstico en el Mundial’54 significó mucho más que un triunfo en Alemania. Según el historiador Joachim Fest, “supuso para los alemanes la liberación de todas las cargas que habían soportado desde la derrota en la guerra. El 4 de julio del 54 marcó, en ciertos aspectos, el día de fundación para la República Federal Alemana”. La jornada en la que pudieron recuperar orgullo y autoestima a raudales. Conviene refrescar la historia: tras la conferencia de Postdam, el país se parte en cuatro porciones tuteladas por las fuerzas y países aliados, se mueven fronteras que entrañan la pérdida de 100.000 kilómetros cuadrados de territorio y, sobre todo, la nación pena la muerte de unos once millones de compatriotas.

El propio Fritz Walter había sido soldado, capturado y encerrado en un campo de concentración húngaro –paradojas del destino- durante tres años, donde contrajo la malaria antes de ser enviado a un gulag soviético, al que no llegó nunca salvado por su fama como futbolista. Le respetaban tanto, tan grande había sido su aportación al Kaiserlautern, que jamás le consideraron un nazi, sino otra víctima más de las circunstancias históricas. El propio Eckel, autor de un libro de recuerdos llamado, cómo no, ‘El minuto 84’, confesaba décadas después: “Nuestro país estaba devastado. Millares y millares de soldados alemanes seguían internados, cautivos. En muchos aspectos, Alemania había tocado fondo. Nuestro título ayudó a que la nación se levantara de nuevo. Les dimos confianza y coraje para luchar por un futuro mejor. Todos nos animamos en la intimidad de nuestra reflexión al plantearnos ‘si pudimos conseguirlo en Berna, lo podemos lograr en cualquier otro lugar’”.

En cambio, siempre existe reverso en cualquier moneda. Allí acabó la hegemonía magiar. Al cabo de dos años, la revolución del 56 destrozaría a Hungría, a su celebrado Honved y diseminaría el talento ya saben dónde. Incluso, en otro guiño macabro, Kocsis y Czibor volverían a Berna, al mismo estadio, al idéntico vestuario del 54 para tropezar de nuevo contra el destino vestidos con la zamarra azulgrana en aquella final del 61 ante el Benfica, la final de los palos cuadrados, derrota tan dolorosa como la anterior que volvió a dinamitar al equipo donde militaban. Se han escrito maravillas sobre las circunstancias del partidazo, sus veleidades y esas vertientes de análisis que exceden, en mucho, lo simplemente deportivo. No hay otro partido que pueda alardear su condición de acicate para resucitar a un país antes hundido por el delirio bélico y expansionista de sus psicópatas dirigentes. 4 de julio de 1954 y era Berna, en un día para Fritz Walter.

 

* Frederic Porta es escritor y periodista. En Twitter: @fredericporta




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