"Todo lo que no está creciendo está muriendo. Crecer significa aprender y transformarte cada vez en una mejor versión de ti mismo". Imanol Ibarrondo
Como los relojes de Dalí derretidos al sol. Los partidos en Melbourne en el mes de enero son un tormento solar de duración insoportable. Jugar al tenis a mediodía y nada menos que a cinco sets debe ser algo así como jugar el partido dos veces, o así lo recibe el cuerpo del tenista. No obstante, en Australia los partidos grandes se programan para la noche, cuando ya no pega el calor pero sí permanece este, y frecuentemente el encuentro termina bien entrada la madrugada, a la una, las dos o incluso las tres de la mañana. El relato final de los gigantes del cuadro individual se escribe bajo la luz de la luna y los lleva a la cama muy tarde, cuando en Occidente ya se ha apurado el almuerzo.
Australia es especial aunque solo sea por el trasnoche y los madrugones. Es el encanto noctámbulo. Si la NBA se jugara de sobremesa, en Europa sería solo un referente y no un mito, carente de la magia de los bostezos y las cabezadas. En Melbourne comienza el curso tenístico con la ilusión particular de la noche de Reyes. Televisión de pago y enlaces de internet salpican la experiencia. Además, al principio del año el deseo y los cuerpos están intactos. El rosario de bajas físicas y calendarios dosificados que protagoniza el circuito a partir de mayo o junio no existe en Australia. Todas las raquetas están frescas y con ganas, y suceden sorpresas. Djokovic ganó allí su primer Grand Slam con 20 años, en el 2008; Baghdatis y Tsonga se colocaron a sí mismos en el mapa, sobre todo el francés, mientras Fernando González o Verdasco, por ejemplo, también tuvieron en este lugar sus particulares momentos de gloria.
Cuentan los compañeros de Punto de Break (La Información) que el Open de Australia es el Grand Slam mejor dotado económicamente, pues reparte 30 millones de dólares australianos (23,6 millones de euros) entre sus ganadores. Además, el torneo cuenta con la reputación de tener la mejor organización según los propios jugadores, las instalaciones más modernas –hasta cuatro canchas techadas– y una superficie –algo más rápida este año, pero no tan tremendamente veloz como la de Flushing Meadows, por ejemplo– que permite acomodar a diversos tipos de jugadores y estilos. Y qué demonios: la Rod Laver Arena, pista central oceánica, es una verdadera preciosidad para cualquier aficionado al deporte.
Me declaro verbalmente incapacitado para explicar el encanto completo del Open de Australia, como tampoco sabría describir la naturaleza concreta de mis sueños. Torneo más importante del hemisferio sur, tórrido, la noche de verano a través de los meridianos y los paralelos, Australia es el prólogo dulce de un año por escribir. Es un torneo incierto, cuidado, bien vendido y preñado de expectativas, donde raramente falta alguna raqueta de renombre y donde los partidos tienen un nivel medio estupendo –factor físico y factor pista lo hacen posible–. Y no son pocas las veces que Australia alberga, casi por unanimidad, algunos de los mejores encuentros del año, pese a que los tenistas lleguen todavía lejos de su mejor pico de forma. Más allá de enero el circuito ofrece lo bueno y lo malo, peores tardes o mejores, pero el primer Grand Slam es una reserva tenística garantizada, pues nada ni nadie puede empañar la ilusión del principio, que ya nunca vuelve a ser, la frescura cierta del ánimo de los comienzos. Y Australia siempre es Australia, con sus relojes trastocados por el entusiasmo.
* Carlos Zúmer es periodista.
– Foto: Ben Solomon (Australian Open)
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