"La clave del éxito no es jugar como un gran equipo, sino jugar como si el equipo fuera una familia". Stephen Curry
Bailando al borde del abismo. Vals en el césped y réquiem en los despachos. La situación del Sporting es tan atípica que a día de hoy ya no sorprende. En un mundo futbolístico en el que la deuda es una regla más del juego, en Gijón ha caído el gordo. En la planta noble se acumula la gomina, los pagarés y las nóminas pendientes mientras la vergüenza permanece a buen recaudo en una caja fuerte de desconocida combinación. Para el domingo 8 de febrero se ha convocado una manifestación que pretende ser una multitudinaria protesta contra la gestión del club asturiano. En el verde, once chavales mantienen conectada la respiración asistida del club a base de fútbol. Veinte jornadas han permanecido invictos, récord absoluto de la categoría, y solamente el Betis, en uno de los mejores partidos de la temporada, pudo profanar el templo sportinguista. Los alumnos de Abelardo desafían cada domingo todas las leyes escritas y a los pitonisos veraniegos, asentándose en la planta noble, jugando de tú a tú a rivales teóricamente de mayor enjundia y perpetuando el nombre de Mareo por la geografía española como otrora hicieran los Quini, Joaquín, Luis Enrique, Juanele o el propio Pitu, capitán de la nave y principal baluarte del éxito.
Todo comenzó una tarde de agosto en Los Pajaritos, ante un rival con el que el Sporting siempre ha mantenido un pulso especial, pues el Numancia ha sido partícipe en varias polémicas en las que el equipo rojiblanco se ha visto envuelto. Con un gol abajo y ocho minutos por jugarse, el Sporting remontó el partido y se encaminó hacia una tendencia ganadora que quién sabría de su existencia si el resultado hubiera sido otro. Los rojiblancos, con ocho jugadores de la casa, cimentaban el estilo de Abelardo partido a partido. Presión a la salida del balón, colocación, basculación, intensidad y anticipación. Con una identidad reconocida, algo que no sucedía hacía muchos años, empezó a crecer esa sensación de inmunidad absoluta en cada partido, la ausencia del miedo a perder, la certeza de la remontada, del vuelta y vuelta, como aquel Barça de Guardiola, salvando las distancias, que sabías que tarde o temprano acabaría hincándote el diente. En eso se convirtió el Sporting, en una mandíbula batiente cuyo rival sabía que de una u otra manera terminaría en su quijada
La principal causa del éxito, amén de una excelente preparación física, es la actitud y tensión competitiva del grupo. Abelardo conoce a estos futbolistas desde que eran juveniles, ha convivido con ellos, les ha visto crecer, quizá hasta compartieron con él su primer desamor, y el técnico sabe perfectamente qué esperar de cada uno de ellos y cómo inculcarles los valores que él necesita en cada momento del partido. El juego del Sporting es como una rueca, que gira y gira hasta que al final desarbola por completo la resistencia rival. Todo comienza atrás, con una solidez defensiva que le ha convertido en el equipo menos goleado de la categoría. Pichu Cuéllar, cuyos demonios internos no le impiden ser decisivo al menos una vez por semana; Luis Hernández y Bernardo, convertidos en los Lemmon y Mathau del centro de la zaga, inexpugnables por alto e intransigentes ante la acometida rival, anticipándose a todo y a todos. El defensa colombiano se muestra imperial en ambas áreas, mientras que Hernández ejerce de Tom Brady en cada saque de banda próximo a la portería rival, sembrando el pánico en el área como si quisiera acabar con el mundo a balonazos. Alberto Lora continúa otro año más en el lateral derecho, cumplidor y efectista, aunque muchos nostálgicos quisieran ver al capitán en el centro del campo. Isma López se ha ganado el puesto en el lateral izquierdo. Con lagunas defensivas en una posición que no es la suya, el vasco se incorpora descamisado al ataque y su influencia es decisiva por ese costado del campo, hacia donde suele virar la nave sportinguista y donde han nacido gran parte de los goles de los asturianos.
En ese 4-2-3-1 que enamora a Abelardo, los ejes, los pilares de la tierra, la médula espinal son Nacho Cases y Sergio Álvarez. Creación y destrucción made in Mareo. La evolución de Cases en los últimos años ha sido tremenda. En esa obsesión que los españoles tenemos por el uso del vocabulario futbolístico argentino, el mediocampista gijonés ha sido tachado en numerosas ocasiones de pecho frío. Lo cierto es que a día de hoy Cases distribuye y roba por igual, se faja y se desgasta en ambas direcciones y su influencia en el juego es capital. A su lado, un chaval de 23 años que hace año y medio desayunaba solo en la cafetería de Mareo, apartado por Sandoval, que recurrió a él cuando la cosa se puso fea, y ya nadie ha podido moverlo de su sitio. Sergio Álvarez se ha convertido en la brújula, en el termostato del equipo. Extiende los brazos en la medular como un albatros y se deja caer a las bandas en ayudas laterales, provocando el dos más uno, el tiro libre adicional, con una presencia intimidatoria de hermano mayor, rebañando todo lo que pasa por su lado y aligerando la transición sportinguista. Cases y Álvarez son el motor y carburante de este Sporting y siempre que uno de los dos está ausente, la bandera rojiblanca ondea a media asta y el equipo se resiente.
Un paso adelante, Abelardo planta una línea de tres futbolistas, cada uno de ellos portando el estandarte de la ciudad. El Pitu tiene dónde elegir para esa demarcación, aunque la banda izquierda está reservada y es plaza indiscutible para Jony. El futbolista de Cangas de Narcea es el extremo de moda de la categoría, y su irrupción ha sido meteórica, equivalente a sus carreras por la banda, eléctricas, con ritmos de Chuck Berry, con El Molinón anunciando el no hay billetes bajo el cartel luminoso de Esta noche, Jony. Con 5 goles en su haber, el ‘23’ hace honor a su dorsal y se muestra desafiante al mundo, conocedor de ser capaz de todo tipo de proezas encarando a las defensas como un búfalo de la sabana africana. Jony es la principal causa de que el fútbol del Sporting caiga hacia estribor, con Isma López tomándole el relevo mientras las aves rapaces del área esperan ansiosas su dosis de alimento.
Los otros dos puestos del tridente trescuartista gjonés son más disputados y sometidos a las variantes requeridas en cada partido. Dani Ndi, camerúnes de 19 años, parece haberse hecho fijo en el eje central, detrás del delantero. El jovencísimo futbolista aún muestra ciertas lagunas en su escritura, pero recita como un veterano. Con una cadencia lenta, sus galopadas podrían tener cabida en un documental de National Geographic, protegiendo el balón de los depredadores, estilo riquelmesco, solo le falta cogerlo con las manos e irse con él al vestuario. Ndi descongestiona el juego y regurgita fútbol por los cuatro costados. Tiene en su debe una mejora en la toma de decisiones y cierta precipitación juvenil que, error tras error, como diría Oscar Wilde, se tornará en experiencia.
Juan Muñiz, Carmona y Pablo Pérez se disputan el puesto vacante en el costado derecho, aunque Abelardo ya les ha hecho permutar por las tres zonas del campo, moviendo a Jony a su antojo de banda a banda, planteando una ecuación de segundo grado al rival. Muñiz ha sido otro futbolista que ha transformado su indolencia en carácter y su izquierda es como el guante de Rita Hayworth en Gilda. Carmona sin embargo es como ir a PortAventura, te dispara las pulsaciones a veces de satisfacción y otras de miedo. Es el Dragon Khan y la Casa del Terror al mismo tiempo. Al exfutbolista del Barcelona B, sobrado de calidad, le falta regularidad y poco a poco se echa un lado ante la pujanza de los escolares de Mareo. Uno de ellos es Pablo Pérez, que espigado, con buena planta, bien peinado, parece salido de la Facultad de Ingeniería, y sin embargo es el máximo goleador del equipo. Suele variar su posición en el campo, ocupando la posición de falso nueve en ciertas fases de los partidos. Su forma de jugar y entender el fútbol recuerda a la de Igor Lediakhov, o eso dicen por ahí, ya que tal es el amor que Gijón siente por el ruso que a cada futbolista con cierta planta estilizada, buenas maneras a la conducción del balón y peinado con raya al lado, le comparan con él.
En vanguardia espera el lobo solitario Miguel Ángel Guerrero. El canterano, tras un año de dudas, se ha convertido en un futbolista importante para el equipo. Se faja con los rivales, oxigena el juego y habilita a sus compañeros generando segundas jugadas. Es evidente que se ha perdido calidad en el eje del ataque tras la marcha de Scepovic y Lekic, los goles están también mucho más repartidos, pero es Guerrero el que inicia la fase defensiva gijonesa y a él se une el resto del equipo en la basculación, en la presión incansable al rival, primera fase del juego del Sporting, con una intensidad y constancia cuyo mérito también hay que atribuir al preparador físico Gerardo Ruiz. Carlos Castro, jovencísimo delantero del filial, es el recambio natural de Guerrero. Más habilidoso, tiene ciertos dejes de Villa y el apellido de Quini, lo cual es garantía de éxito. Es un estilo diferente de delantero, más estético, menos bregador, con más visión y recursos en el uno contra uno. En unos años debería ser fundamental en este equipo.
Lo que Abelardo ha conseguido con este grupo de chavales era algo impensable. En la banqueta esperan otros tantos futbolistas con las mismas ganas e implicación que los once habituales. Ese es uno de los grandes méritos del entrenador, lograr esa conexión entre los jugadores, su perfecta gestión de los tiempos en el vestuario y la transmisión de esa cultura del esfuerzo en el césped, que comulga de pleno con la afición sportinguista, que henchida de orgullo, se siente de vuelta a los años 80 y 90, a tiempos de los Cundi, Quini, Jiménez, Joaquín, o la más cercana época de los yogurines, la última gran hornada de futbolistas de la casa que se ha visto en Gijón. Uno no quiere creerlo, uno se muerde el labio incrédulo cuando mira la clasificación y ve a estos guajes empatados a puntos con el Betis, por encima del Valladolid y con diez puntos más que el Zaragoza. A uno le tiemblan las piernas porque lo que parecía que iba a ser flor de un día está sobreviviendo al invierno a la intemperie y paso a paso se acerca impoluto al final del camino, y uno entonces empieza a pensar en condicional, a cantar como John Lennon en un piano rojiblanco, a mirar precios de tren por si acaso hubiera alguna posibilidad en la última jornada, a tocar la bufanda colgada de la habitación antes de dormir a modo de amuleto, a pensar en cómo narrarías ese gol por el que llevas una vida esperando y a llamar a tu padre, dondequiera que esté, para simplemente quedar los dos mudos al teléfono con tanto que decir. Eso es lo que han logrado unos chicos de veintitantos, devolver la ilusión a una afición desencantada y que ve en los futbolistas la proyección de sí mismos: orgullo, pasión y amor por los colores. La troika básica para todo aficionado al fútbol, los valores de un equipo llevado en volandas por una ciudad que sueña y sigue soñando con algo que, como aquel villano de libros infantiles, no puede ser nombrado. Mejor guardar silencio y limitarse a disfrutar, que ya habrá tiempo de gritar a los cuatro vientos.
* Sergio Pinto es periodista.
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