"Lo que equilibra a un equipo es la pelota. Pierde muchas y serás un equipo desequilibrado". Johan Cruyff
Ganar es un hábito excluyente. Cuando algún jugador lo adquiere invierte todo tipo de recursos en protegerlo, hacerlo personal e intransferible, y si la cosa se asienta, el tiempo lo hace costumbre.
Dijo Gulbis que el Fab Four era un coñazo. No obstante, Djokovic siempre va dando el cante, por lo que debe referirse el letón a que el serbio, el escocés, el español y el suizo no dejan nada para los demás ni hueco para la sorpresa. Nada que no se haya comentado ya. Del Potro no está y cada vez se le espera menos. Por no hablar de ese símil maravilloso del pulpo, el congrio y el bogavante.
El caso. Que Nadal no escatima victorias en París. No regatea la gloria de Roland Garros pese a su salud de ida y vuelta y su larga cesantía de las canchas. Ya hemos comentado alguna vez que el circuito ATP es una carrera de locos, un maratón implacable, por lo que volver a subirse al vagón delantero en pleno viaje ha de ser por fuerza cosa de gran mérito. Rafa lo ha hecho, entre otras cosas porque es un fuera de serie en la tierra batida. Y cuando se trata de la Copa de los Mosqueteros, en efecto, la generosidad que exhibe el correctísimo mallorquín salta por la ventana al primer peloteo.
El tirano y su rutina son como el gato y su sardina: pertinaces. Ganar ocho veces un Grand Slam es un registro que traspasa la mera estadística y se instala de lleno en el hueco de la posteridad más absoluta. Queda para los expertos analizar tal hito y sus causas, pero una cosa cierta puede decirse de Nadal: insiste. Insiste con obstinación. Confirma su rehabilitación competitiva bañándose en el Sena, que le es tan familiar, y rubrica su retorno donde más ordena y manda, donde más derechos de autoridad detenta, Roland Garros. Donde empezó todo.
Repartidas las alabanzas, conviene también recordar la ajustada victoria ante Djokovic en semifinales. Es curiosa la finísima línea que separa la hazaña de todo lo demás. Perder ante Nole hubiera sido bien recibido, al menos en la manera en la que se hizo, pero pasó lo contrario por un pelo y se aclamó como proeza sabida y cierta. En cuanto a David Ferrer, con 31 años su sorprendente pico competitivo desafía los ciclos habituales del tenista de élite. Tal brillo tardío sólo puede entenderse mediante explicaciones oblicuas o por una madurez técnico-táctica adquirida con toneladas de tiempo y esfuerzo. Su concurso en la final fue algo decepcionante, pero delante estaba la fiera y detrás unos objetivos ampliamente cumplidos. Sobresaliente. Su guerra estaba ganada. La de Nadal recién comienza.
* Carlos Zumer es periodista.
– Foto: FFT
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