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Historias

El último futbolista de la calle

por el 19 octubre, 2012 • 7:36

El fútbol racial, el de pillería, el de confrontación uno contra uno, el de esencia, el de guerra de guerrillas enmudece con el desarrollo de las grandes urbes españolas. Ya en el olvido quedan los improvisados bancos en forma de portería en plazas y parques que servían de escenario de juego, calles poco transitadas en las que coches y garajes aparecían como obstáculos al único fin: llevar el balón a la meta pintada con tiza en la pared cuantas más veces mejor. Pelotas de trapo, goma, botellas vacías de plástico, incluso piedras, balones deshinchados… Todo valía, aunque de eso no queda sino el recuerdo.

Primero fueron los carteles en forma de Prohibido jugar al balón; luego, la propia lógica de evitar riesgos considerables. Finalmente, las actuales formas de divertirse de la infancia y juventud. Todo eso hace languidecer ese fútbol de calle y con él escasean los futbolistas atrevidos, sin guión. La táctica les termina quemando y ellos se disuelven como azucarillos. Ya ninguno ha tenido la escuela de la calle y, sin este bagaje, predominan los ordenados, los discretos, los jugadores que no pierden su sitio ni su función, los futbolistas de equipo, dogmáticos, casi de ejército militar. Al mismo tiempo se exterminan los imaginativos y los osados, los valientes y los atrevidos. Tal vez sólo las estrellas son aceptadas como personas dignas de hacer algo diferente. El resto se ciñe estrictamente a las partituras, a lo que se espera de ellos en ese preciso momento. Y rota la creación, el fútbol y el espectáculo se apenan y se resienten. Como diría Galeano, “cada vez hay menos carasucias descarados que se salen del libreto y cometen la desfachatez de gambetear a todo el equipo rival en pos de la libertad”. Él sí que sabe.

Onésimo Sánchez fue uno de los últimos. De los últimos en salir de ese antiguo escenario. Las normas futbolísticas y los rigores le llegaron quizá cuando él ya se había labrado unos fundamentos básicos en la calle, en el barrio, en el parque. Cuando día a día salía a jugar a la plaza y las tardes se hacían largas con la pelota en los pies, con los amigos, intentando ser el mejor, que nadie fuera capaz de arrebatarle ese balón, una y otra vez, una pelea continua, un encarar, un atreverse, un intentar ese regate de nuevo, una búsqueda del envite… Como en la década de los 60 cuando Peñarol exhibía un dominio total en las competiciones mundiales. Los entendidos dicen que los jugadores de esa escuadra retaban a sus rivales: “¿Trajeron ustedes otra pelota para jugar?, porque ésta es solo nuestra”, les arrojaban el guante.

Llegado a las categorías inferiores del Real Valladolid, el ‘Cabezón’ era capaz de desarmar a cuantos rivales le salían al paso en los entrenamientos y en los partidos. Lo difícil era fácil y sus carencias tácticas y físicas se suplían con una extraordinaria calidad técnica y descaro. La leyenda urbana hablaba del número de contrarios de los que se había deshecho Onésimo antes de regatear al portero por dos veces y buscar un lanzamiento a la escuadra en un partido con los juveniles del Valladolid. Todo eso le hacía proyectarse hacia el primer equipo. Por ser diferente, por ser desvergonzado.

Pronto lideró una buena generación de futbolistas de cantera en la que varios pasaron a engrosar las filas del primer equipo. Cádiz, Rayo Vallecano, el Barcelona de Cruyff y el Sevilla de Maradona gozaron de sus servicios y, sobre todo, de una inusual manera de proteger el balón entre sus piernas, entre su cuerpo, pegado a él, y a sus tobillos, mostrándolo pero haciéndolo inaccesible. De sus formas de desembarazarse de rivales en un palmo de terreno, en una esquina del campo. De ahí solía salir airoso, como cuando de niño lo hacía en la calle, en el barrio, con los amigos, con los que más conocía y a los que burlaba una y otra vez.

Fue el técnico vasco Xabier Azkargorta el que le hizo debutar en Primera División con el Real Valladolid. Una temporada muy importante para Onésimo pero en la que el de La Pilarica todavía se dejaba guiar por las experiencias de su pasado. Para lo bueno y para lo malo, un fútbol exento de rigor disciplinario.

Tal vez el primer desplazamiento que efectuaba Onésimo con el primer equipo fuera a Sevilla, al Ramón Sánchez Pizjuan. Por entonces, los equipos no acudían uniformados, ni con trajes de Armani ni siquiera con el chándal y el escudo del equipo. “Buenas tardes, buenas tardes”, flanqueaban la puerta de entrada Manolo Hierro y Moreno, dos centrales blanquivioletas de aúpa. Diez metros más allá, un Onésimo con el pelo ensortijado, pantalones raídos y un jersey verde, de lo primero que encontró ese día por casa, se disponía también a entrar. El portero que le para y, ante la insistencia de Onésimo, se dirige a Moreno y Hierro y les pregunta desde lejos: “¿Ustedes conocen a este señor?, ¿Viene con ustedes?”. Los dos, en plan cachondo y ocultando la risa, dicen en la lejanía: “Ni idea, no lo conocemos de nada”.

Onésimo tuvo que esperar a que llegara Camilo Segoviano, el delegado, para acceder al campo no sin una cara de enfado hasta los pies. Lo mejor es que cuando abandonó el estadio después de haber realizado un partido en el que destacó haciendo lo que mejor sabe, se dirigió al mismo portero reclamándole: “¿Ya se ha enterado de que juego en el Real Valladolid?”, para luego enfatizar: “Pues por si no lo sabe, hoy ha nacido una estrella del fútbol”.

Campaba el minuto 90 de un encuentro ante el Osasuna disputado en el estadio El Sadar, actualmente, Reyno de Navarra. El Valladolid caía 1-0 y apretaba en los últimos instantes buscando el empate que diera un punto a los blanquivioleta. Los navarros cedieron un saque de esquina que iba a ser botado por Eusebio Sacristán. Azkargorta intentó quemar las naves y se dirigió a los dos centrales y al resto del equipo para que se metieran en tropel en el área del rival. Era la última de un partido que iba a concluir en un minuto. En éstas que a Onésimo le salió la vena y fue presto a solicitar el balón a Eusebio. El de la Seca se la entregó en corto y a los pocos segundos, dos rivales acosaron con firmeza, como si les fuera la vida en ello, a Onésimo a medio metro de la línea de fondo y el saque de esquina. Dos amagos, dos intentos, pero Onésimo perdió el balón y el colegiado pitó el final de la contienda. En caliente, ya en la entrada del vestuario, los gritos de Azkargorta hacia Eusebio eran palpables: “¿Pero cómo se le ocurre sacar el córner en corto cuando el partido está acabado y mandamos subir a todos a rematar? ¿No ha visto que nos hemos ido todos para buscar ese centro?”, le gritó, acompañándose de algún exabrupto que no escondía su cabreo. “Y cuando venga el otro, ya hablaré con él también”, terminó diciendo Azkargorta. En ese momento, Onésimo entraba por la puerta del vestuario y escuchando esas palabras se dirigió hacia las duchas que estaban a la derecha antes de entrar en el habitáculo donde los jugadores se cambiaban. Allí con las botas puestas y la equipación del equipo, se metió bajo la ducha esperando que Azkargorta fuera llamado para dar la rueda de prensa de después del partido. Había que ahorrarse esa bronca como fuese.

Pacho Maturana se había hecho cargo del Real Valladolid un tiempo después. El colombiano solía contemplar los partidillos de los jueves en la grada, mientras había dispuesto a dos equipos, uno frente a otro. De su resultado iba a depender muy mucho qué jugadores iban a componer el once del domingo. Ese partido lo estaba dirigiendo Hernández Velázquez, colegiado vallisoletano que había estado arbitrando en Primera División y que ahora echaba una mano en esas lides. En una de esas, Onésimo tomó un balón al borde del área y, tras el contacto con un rival, comenzó a reclamar un penalti a Hernández Velázquez. A medida que subía el tono en las reclamaciones y se mezclaba con algún descalificativo, el colegiado muy enojado optó por tirar el silbato al suelo y marcharse camino a los vestuarios: “Lo vas a pitar tú a partir de ahora”, le señalaba y recriminaba a Onésimo. El partido se detuvo entonces y Maturana bajó de la grada mirando hacia el suelo. En ese momento, por la mente de Onésimo sólo se le pasaba una cosa: “El negro’ (Maturana) me va a echar a la puta calle…”. El técnico recogió el silbato del suelo y dirigiéndose a Onésimo le dijo: “Hermano, es la primera vez en toda mi carrera futbolística que veo que un jugador expulsa a un árbitro”.

Pero es que en la calle no había ni normas, ni dogmas, ni árbitros, sólo la ley del más fuerte, del más osado, del más pícaro, donde mejor convivía el delantero vallisoletano. Un Onésimo que, años más tarde, se arrepentía de no haber logrado llegar más alto en el mundo del fútbol como lo que fue: el último superviviente del fútbol español de la calle.

 

* Santiago Hidalgo es escritor y gerente de la Fundación Universidad Europea Miguel de Cervantes.

– Fotos: EFE




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