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Fontanarrosa: El ocho era Moacyr

por el 2 mayo, 2012 • 7:36

Queremos acercaros algunos de los textos más celebrados de la literatura deportiva universal. Para el estreno, quien mejor que Roberto ‘El Negro’ Fontanarrosa, ese genio argentino y de Rosario Central, no sabemos si por ese orden de prioridades, a quien tanto seguimos echando de menos. Para la síntesis biográfica, para repasar su legado, lo mejor será que cada cual acuda a su web y celebre su fantástico ingenio como quiera.

Hemos escogido un texto ya emblemático de ‘El Negro’: El ocho era Moacyr, recreación ficticia de un encuentro entre amigos fanáticos que podría celebrarse en Rosario, Madrid, Barcelona o allá donde se junten cuatro sentimientos por el balón, sean cuales fueren sus opciones de vida y colores.

Gracias, Negro.

 

El que tiró la primera piedra fue Ricardo, apenas después de haberse ido el tipo.

— Che… ¿quién es este coso?

— No sé —contestó el Zorro.— ¿No es amigo tuyo?

— ¿Mío? No. Estás en pedo vos.

— Es amigo del Colifa —aportó el Pitufo—, certero interrumpiendo una conversación que sostenía con una rubia de rulos de la mesa vecina. Tenía eso el Pitu, podía mantener varias conversaciones a la vez, quizás porque no le gustaba verse marginado de ninguna.

En eso llegó el Colifa.

— Che… —le preguntó Ricardo—… el flaco ese que se fue ¿es amigo tuyo?

— ¿ Qué flaco? —frunció la cara el Colifa mientras se sacaba la campera y la bufanda.

— El flaco… El “Sobrecojines”.

— Ah no… —se rió el Colifa.— Yo no lo conozco.

El hombre, el que se había ido, había tenido la desafortunada ocurrencia días atrás, en una de sus pocas intervenciones en la charla, de decir que manejar el último modelo de Renault era sentirse como “sobrecojines”. Se habían hecho todos los pelotudos pero la cosa quedó registrada.

— ¡Yo creí que era amigo tuyo! —se rió el Pitufo.

— Yo no lo vi en la puta vida.

— Pero… ¿Lo conocés?

— Sí. De acá, ahora.

— Entonces… —insistió Ricardo, casi amenazante. — ¿Quién lo trajo a la mesa?

— Qué sé yo.

Nadie sabía. Pero no era muy extraño. En “El Cairo” era así. De pronto uno se encontraba sentado junto a alguien desconocido que, tal vez por varios días se integraba a la mesa y luego desaparecía tan silenciosa y misteriosamente como habla llegado, o reaparecía en alguna mesa lejana, con otra gente asimismo desconocida, y dispensaba un saludo desde allá atrás, al voleo, de cortesía.

— Por ahí alguien se lo dejó olvidado —aventuró el Zorro.

— Eso. ¡Vaya a saber desde hace cuánto tiempo ha estado sentado acá el pobre tipo!

— Yo creía que era amigo tuyo —señaló Ricardo a Belmondo— y ahora resulta que no lo juna nadie.

— ¿Mío? ¿Por qué? — Ricardo frunció la nariz.

— No sé —dijo— lo veo muy fino ¿no?

El Zorro captó la cosa de inmediato.

— Muy delicado. ¿No es cierto?

— ¿Puto, decís vos? —se rió Belmondo. Después se escandalizó.

— ¡Qué guachos de mierda!

— Como te mira mucho… —siguió Ricardo—, qué sé yo… yo pensaba…

— Medio trolo el muchacho —sentenció el Zorro.

— ¡ Mirá que hay que ser hijos de puta! —dijo Belmondo — Como el tipo es serio, es educado, es un tipo correcto… para éstos ya es un comilón.

— Muy fino, muy fino. Demasiado.

— Para mí que a vos te tira la goma —opinó el Colifa mirando a Belmondo.

— ¡Qué hijos de puta! —se tomó las manos Belmondo— No se puede ser culto acá.

— Si te mira y se relame, Bel… —le informó Ricardo — A Moreira lo manoteó el otro día.

— Sí —defendió Belmondo— no te le agachés adelante.

— ¿Qué lo defendés? ¿Qué lo defendés? —pareció ofenderse el Pitufo— ¿Tenés algún interés creado con ese tipo?

— Para mí que se la lastra —meneó la cabeza el Zorro—.

¿No viste a Pedrito cómo lo relojea también?

— ¿Quién, che? —Pochi había llegado, enganchando las últimas palabras mientras acercaba una silla para poner la campera…

— El flaco alto, el “Sobrecojines”.

— ¿Qué pasa?

— Que es muy sospechoso, medio rarón ¿viste? —el Pitufo reunía la punta de los dedos de su mano derecha frente a la boca haciendo el gesto universal de comer-.

— ¿El elegante? —exclamó el Pochi, sentándose— Muy puto. Tragasables del año uno.

— ¡Qué hijos de puta! —volvió a reírse Belmondo—. El otro pobre tipo…

— Traga la bala —siguió el Pochi, serio—. Es más… creo que lo vi levantando machos en Zeballos y Buenos Aires.

— El otro pobre tipo —siguió Belmondo— es un buen tipo… ¿Cuál es el problema? Que empilcha bien, que toma whisky… ¿Cuál es?

— Oíme… —dijo Ricardo— ¿Cómo va a venir acá de chaleco?

— ¡Dejame de joder! De chaleco.

— Y bueno, laburará en un banco. ¿Cuánta gente de la que viene acá labura en un banco?

— No. Y esa corbatita que usa. La rosita…

— Yo lo que te digo —siguió Belmondo— es que yo no me le agacharía adelante.

— Por ahí te empoma.

— Te empoma.

— Tiene su pinta el hombre —estimó el Zorro.

— Y muy coqueto, se la pasa arreglándose la corbatita…

— Es buen muchacho, che, no sean hijos —de puta…

Claro, el tipo en cuestión había aparecido un día en la mesa, tal vez abandonado por algún amigo común, tal vez ingresado en la charla por medio de esas presentaciones vagas y generales, “che, un amigo”, de inclinaciones de cabezas cortas y distraídas. En verdad, vestía bien, o al menos demasiado formal para el nivel medio, y participaba poco de las conversaciones. Asentía, a veces metía algún bocadillo, sonreía a menudo, algo distante, mirando hacia la calle, arreglándose la corbata a cada rato (era cierto). Tomó notoriedad el día que pidió un whisky. “Blenders” dijo, con pronunciación cuidada y Moreira lo miró como si le hubiese pedido un plato asiático. “Mirá que vale casi un palo, macho” le había advertido el mozo, cosa que al tipo pareció no inmutarlo. Y entre el sembradío de pocillos de café, vasos de agua, alguna taza de té o mate y servilletitas de papel arrugadas, el generoso vaso de whisky con hielo parecía un paquebote entrando a puerto rodeado de remolcadores diminutos y oscuros.
Otra cosa había sido lo del polo. Vaya a saber cómo salió la conversación sobre polo, quizás por una joda, quizás por alguna película, lo cierto es que el hombre, por primera vez se metió en serio, lideró la charla, habló de los Harriott, de los Dorignac, de handicaps y de poniers con una exactitud sobria y una información sólida. Y al final, cuando ya la charla había derivado inopinadamente hacia el automovilismo, la cagó con lo de “sobrecojines” que se encendió como una luz equívoca y sospechosa en los radares de todos.

— Yo no sé… —advirtió Ricardo, rascándose la espalda—…pero vos, Belmondo, cuidate.

— Sí —admitió Belmondo— porque que me rompan el orto a esta edad.

— O que le tengas que hacer los deberes al muchacho.

— Te digo que si viene mañana yo me corro.

— Sí. A ver si te agarra de la manito y te lleva para el ñoba.

Pasó un tiempo y el parroquiano desconocido no aportó por “El Cairo”. El día en que apareció estaban el Pitufo, Belmondo y el Pochi, nada más, conversando. El hombre se desprendió el impecable saco marrón oscuro del traje, dijo un “qué tal” y se sentó medio mirando para la puerta de Sarmiento y Santa Fe, girando un poco nerviosamente el cuello, como un pollo, estirando el mentón, para acomodarse el cuello de la camisa.

— El cinco era Ramacciotti —decía el Pitufo—. Eso seguro.

— El cinco era Ramacciotti. No me acuerdo el tres —dijo Belmondo aún con la mano izquierda cerrada, el pulgar arriba y los ojos entornados.

— Ditro. El tres era Ditro —aseguró Pochi— que después fue a River.

— ¡Eso! Que después fue a River.

— Bueno. Entonces tenemos… —resumió el Pitufo—… Moreno, Valentino y Ditro. El cuatro ese que no nos acordamos, Ramacciotti y Malazzo…

— Canceco, Pando, Carceo, González y Sciarra —recitó de un tirón el Pochi.

— Pero… ¿Cómo mierda se llamaba ese cuatro, la puta madre que lo reparió?

— ¿Será posible?

— Era un nombre corto. Un nombre  corto como… Suárez, Blanco…

— No. Blanco era un cuatro que jugó en Racing. Buen jugador.

— Pero… —se ofuscó Belmondo—… un tipo muy junado… ¿Cómo carajo…?

— No me voy a acordar… No me voy a acordar… —dijo el Pitufo.

— Nos va a pasar como la otra vez con Della Savia.

— ¿Te acordás? Yo no pude dormir en toda la noche.

— O con el negro Marchetta. Pasó una semana hasta que me crucé por la calle con Rafael, me agarró del brazo y me dijo, nada más, lo único que me dijo: “Marchetta”.“¡Marchetta, la puta que lo parió!” dije yo, y seguimos cada cual por su lado.

— Una noche, a la madrugada, me llamó el Pelado desde Barcelona para preguntarme quién era el ocho de aquella delantera de Ferro con el Cabezón Juárez, Acosta, Lugo y Garabal.

— Berón.

— Berón.

— Pero a mí, esto, ya me cagó la semana —se reubicó el Pochi.

— ¡Pero si hasta me acuerdo de la pinta que tenía se enardeció Belmondo— uno bajito, narigón, feo…!

— ¿Martín? ¿No era Martín? —No, Martín era de Chacarita.

— Bajito, narigón, feo…

— Sí, pero no era Martín. Martín era de Chacarita y después fue al equipo de José.

— Moreno, Valentino y Ditro… —repasó el Pitufo—… tatatá, Ramaciotti y Malazzo…

— ¡Concha de la lora!

El hombre, que había seguido silenciosamente la conversación, con una actitud entre divertida y ausente, se acomodó en la mesa y dijo:

— Sainz.

— ¡Sainz! —pegó con la palma de la mano el Pitufo sobre la mesa—. Sainz la puta que lo reparió.

— Sainz, mirá vos lo tenía en la punta de la lengua. Claro… te decía que era un nombre corto.

— Sí, pero a mí me salía Suárez, Murúa, Aguirre, qué sé yo…

— No, Murúa era el de Racing. Marcador de punta, también. Grandote.

— Sainz —continuó el tipo, sin ufanarse demasiado por su aporte— después fue a River. Sainz, Cap y Varacka.

— Claro, claro. Exactamente. Que arriba jugaba Domingo Pérez, un uruguayo que era un pedo líquido.

— No… —corrigió “Sobrecojines”—. Domingo Pérez es anterior, es de la época de Pepillo, el nueve ese español que trajo River.

— ¡Pepillo! ¿Te acordás? No me acordaba de Pepillo.

— Que la delantera llegó a formar… —recordó el hombre… Domingo Pérez…

— Moacyr —acotó Pochi.

— Moacyr Claudinho Pinto… —siguió el hombre—… Pepillo, Delem y Roberto. Todos extranjeros.

— Que también estaban Onega, el Nene Sarnari… —Ermindo, todavía no Daniel.

— Pando, Artime…

— No… — volvió a corregir el hombre— Pando y Artime llegan un poco después. La delantera que te digo era con la cuestión del fútbol espectáculo. También jugaba un negro de cinco, el negro Salvador, un negro lentón…

— Sí. La cosa había empezado con Boca, con Armando, cuando lo trajo a Feola…

— Al gordo Felola Feola —dijo el Pitufo— a Dino Sani, a Maurinho…

— Antes a Orlando —puntualizó “Sobrecojines”— Orlando Pecanha do Carvalho, que inauguró, un poco, la función de seis metido adentro acá en la Argentina.

— También vinieron Loayza, me acuerdo, el Pepe Sasía a Boca…

— Y bueno… —recordó el Pochi— Sasía vino de última acá, a Central, con el Gitano, Borgogno…

— Loayza también.

— Loayza también y me acuerdo…

— ¡Ese partido contra el Real de Madrid! —se entusiasmó el hombre—. En cancha de Ñul.

— En cancha de Ñul, un amistoso, que los goles del Real los hicieron Pirri y Gento de tiro libre, sobre la hora.

— Yo estaba detrás del arco donde hizo el gol Gento —recordó “Sobrecojines”—  … y no sé si te acordás que al principio entró Puskas…

— ¡Puskas!

Así siguieron casi una hora, hasta que el hombre, de pronto, consultó su reloj, se sobresaltó, se puso de pie, tomó el sobretodo que había dejado prolijamente doblado sobre la silla vecina y, antes de irse, regaló el último aporte.

— Y el diez, el diez del Lobo de La Plata, era Diego Bayo.

— Diego Bayo, claro. Diego Bayo y Gómez Sánchez, el negro Gómez Sánchez que había venido a River con Joya…

Al día siguiente, cuando llegó el Colifa, Belmondo estaba hablando con el Zorro y también estaban el Pitufo, Pochi, Oscar, el otro Oscar, el Negro y el Chelo.

— ¿No vino “Sobrecojines”? —preguntó el Colifa. Alguien contestó que no.

— ¿Quién es “Sobrecojines”? —dijo el Chelo.

— Rodolfo. Rodolfo creo que se llama. No, no vino.

— Buen tipo ése —dijo el Pochi.

— Buen tipo.

 

* “El ocho era Moacyr” de Roberto Fontanarrosa.

Web: www.negrofontanarrosa.com

 




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