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Fosbury y Beamon, el iluminado y el trueno

por el 24 noviembre, 2012 • 11:11

Dick Fosbury, Bob Beamon… Toda la historia del atletismo en dos nombres.

Podríamos añadir cientos más, pero esa pareja basta para comprender toda la magnitud de este deporte: el saltador de altura que revoluciona todas las técnicas; y el saltador de longitud que rompe todos los límites. Estos dos campeones que hoy pisan Barcelona en compañía de otros muchos reúnen en pocos días, sobre el primer tartán de la historia olímpica, la mayor aglomeración de hazañas atléticas que se han visto: aquellos memorables Juegos Olímpicos de México 1968 en que el hombre quiebra los 10 segundos en 100 metros, los 20” en 200, los 44” en la vuelta a la pista, donde cada prueba es una hazaña, cada atleta un héroe y cada final una plusmarca.

Fosbury llega a México con una ventaja que hoy parece incomprensible: por vez primera hay colchonetas en la caída de los saltadores de altura. Sí, todos los campeones anteriores lo hicieron cayendo sobre arena. Este hecho, que ahora se nos antoja prehistórico, condiciona la técnica de los miles de saltadores que le preceden. La técnica evoluciona: del salto frontal a la tijera primitiva y de ella, al Lewden más sutil; del rodillo californiano al rodillo ventral con que Valery Brumel consigue superar los 2,28 una fría tarde moscovita de 1963, hace casi medio siglo. Pero todos mantienen una pauta obligada: el foso de caída siempre es de arena, lo que condiciona de una forma dramática la técnica del saltador. Hasta que alguien (¡maldito!) inventa las colchonetas de gomaespuma y entonces aparece Dick Fosbury para saltar de espaldas y lo hace el día más oportuno: en la final olímpica de México, en altitud, quebrando la técnica y revolucionando la historia porque desde ese día el rodillo ventral se convierte en reliquia y la colchoneta en receptáculo de ilusionados brincadores de espaldas. En las escuelas se empieza a enseñar la nueva técnica y los chavales del mundo entero imitarán a ese rubio americano que pronto desaparecerá de las pistas pero dejará una herencia imborrable, aunque la mitad de ella debiéramos adjudicársela al inventor de la colchoneta.

Esto ocurrió un 20 de octubre, pero dos días antes una tormenta hizo estallar el salto de longitud. Pensemos que antes de la final olímpica, el récord del mundo estaba en 8,35 m. Cuando alguien superaba los ocho metros hablábamos de un fuera de serie. Si alcanzaba los 8,20, de un fenómeno. Y de pronto aparece Bob Beamon para irse más allá de todas las fronteras que nadie pudo imaginar jamás: de hecho, hoy, ligeramente superado su récord, seguimos sin comprender cómo se puede saltar tan lejos. Beamon llega milagrosamente a esa final olímpica. Aunque acude con la mejor marca mundial del año (8,33 y 8,39 con exceso de viento) en la calificación está cerca de quedar eliminado: los 16 mejores de entre 42 pasarán a la final, pero el drama ronda las pistas. Los plusmarquistas mundiales (Ralph Boston e Igor Ter-Ovanessian) y el campeón olímpico de Tokio’64 (Lynn Davies) solo aseguran el pase en su tercer intento. Más difícil lo tiene Beamon pues sus dos primeros intentos son nulos. Es el gran favorito, pero está a un paso del abismo: corre veloz, bate lejos de la tabla, se eleva prodigiosamente y cae en 8,27, nuevo récord olímpico. Uf, Beamon estará en la final del día siguiente, 18 de octubre de 1968, ya con el cielo rugiendo de nubes amenazantes. Y el fideo americano se lanzará sin freno a por el primer intento de la final. Conocéis el resultado: el mayor prodigio nunca visto en el atletismo. Un minuto después de aterrizar en los 8,90, el cielo de México cruje bajo una tormenta de mil demonios pero Beamon ya ni ve ni escucha: sencillamente, ha volado.

Esta brillante pareja resume en sí misma toda la historia del atletismo: el revolucionario iluminado y el trueno inesperado.

 

* Publicado en El Periódico (23-XI-2012)



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