"La clave del éxito no es jugar como un gran equipo, sino jugar como si el equipo fuera una familia". Stephen Curry
Existen evidencias que sugieren que el ser humano pudo aparecer en el sudeste africano. Huellas y restos de Australopithecus y Pranthropus en la Garganta de Olduvai, al norte de Tanganica, así lo demuestran. Los primeros comerciantes persas y árabes denominaron a esa zona Azania, que quería decir tierra de negros, al ser estos los principales habitantes. Como sucediera en gran parte del continente africano, el colonialismo europeo exploró y explotó sus territorios, siendo Tanganica, la parte continental de Tanzania, ocupada por los alemanes hasta que finalizó la I Guerra Mundial, para que después el Tratado de Versalles se la adjudicara a los británicos. Frente a Tanganica se encuentra Zanzíbar, territorio compuesto por dos islas, Zanzíbar y Pemba. Ocupada primero por los portugueses, pasó a manos británicas en 1890. En 1896, tras la muerte del Sultán de Zanzíbar, un primo del sultán dio un golpe de estado para liberarse del yugo inglés. Tal temeridad desembocó en la guerra más corta de la historia. El 27 de agosto de ese año, los británicos desplegaron todo su arsenal y tras 45 minutos de bombardeos, los insurrectos ondearon bandera blanca. Muchos años después, en 1961, Tanganica se declaró independiente. Zanzíbar haría lo propio dos años más tarde. En 1964, ambos se unieron para dar nombre a la República de Tanzania.
Existen dos personajes, uno de cada territorio que conforma Tanzania, que, a su manera, han proyectado el país al mundo. Farrokh Bomi Bulsara nació en Stone Town (Zanzíbar) en 1946 y murió, como Freddie Mercury 45 años después, víctima del sida tras haberse convertido en uno de los iconos mundiales de la música. Como si de una trágica ironía se tratara, en Tanzania la homosexualidad es un delito penado con hasta 30 años de cárcel y el sida, una epidemia de difícil solución. En Mbulu, ciudad de la Tanganica ocupada, nació en 1938 John Stephen Akhwari, que treinta años después protagonizaría en los Juegos Olímpicos de México de 1968 uno de los momentos más inolvidables de la historia del deporte. Akhwari llegó a México como campeón de África de maratón y el 20 de octubre de 1968 tomó la salida junto a algunos de los favoritos de la prueba como Abebe Bikila y uno de sus mas fieles escuderos, Mamo Wolde. La altitud y el sofocante calor eran los grandes rivales de los participantes. En el kilómetro 19 de la prueba, Akhwari sufrió una caída que le produjo graves daños en la rodilla y el hombro principalmente, pero a pesar de todo, siguió corriendo. Dos kilómetros antes, Bikila había abandonado y le había dicho a Wolde, más bien, le había ordenado, que debía honrar a su país con la victoria. Su compañero así lo hizo, y cruzó la línea de meta en primera posición con un tiempo de 2:20:26, seguido por el japonés Kimihara y el neozelandés Ryan. El público jaleó a los campeones mientras numerosos participantes seguían cruzando la línea de meta. Se procedió a la entrega de medallas, a medida que el cielo languidecía y el himno etíope retumbaba en el estadio olímpico. Tras la ceremonia, el público comenzaba a abandonar sus localidades cuando por megafonía se les instó a permanecer en sus asientos, ya que aún quedaba un corredor en carrera. Los asistentes se miraron incrédulos. Hacía una hora que había llegado el ganador y todo estaba dispuesto para dar por concluida la jornada. Escoltado por la policía, que iluminaba su camino con los focos de sus coches, apareció John Stephen Akwari. Vistiendo los colores de su país, con pantalón verde, camiseta amarilla y el dorsal número 36 en su pecho, el atleta tanzano a duras penas caminaba hacia la entrada del estadio. Con evidentes signos de dolor y agotamiento, Akhwari arrastraba su pierna derecha vendada y sangrante hacia la inmensa luz que palpitaba en el horizonte. Una vez pisó el tartán, el público expectante en el estadio estalló en una mayúscula ovación. Akhwari, espoleado por los ánimos, olvidó de repente sus más de veinte kilómetros de padecimiento y comenzó a correr, aumentando a cada metro los decibelios de un auditorio enfervorizado por la gesta de la que estaba siendo testigo. El tanzano cruzó la meta con un tiempo de 3:25:27, una hora y cinco minutos más tarde que el vencedor, y de forma agónica se desplomó en el suelo para ser atendido por los servicios médicos del estadio, que lo llevaron inmediatamente al hospital. Akhwari finalizó en el puesto 57, resistiéndose a entrar en la nómina de los dieciocho atletas que habían abandonado la prueba.
Una vez recuperado de su descomunal esfuerzo, y siendo el protagonista indiscutible en la villa olímpica, por encima incluso del vencedor, al ser preguntado por qué no se retiró de la prueba, Akhwari dejó una de esas frases lapidarias que encajaban perfectamente con la definición de espíritu olímpico: “Mis padres me dijeron que lo que uno empieza, hay que acabarlo. Mi país no me ha enviado a diez mil millas de distancia para empezar una carrera, me enviaron para terminarla”. John Stephen Akhwari siguió corriendo maratones, quedando en quinto lugar en 1970 en los Juegos de la Commonwealth y promediando unos tiempos similares al que Mamo Wolde consiguió en México. Se retiró en 1980, año olímpico, el año en el que Tanzania, en los Juegos del boicot en Moscú, conseguía sus primeras y hasta hoy únicas medallas olímpicas. Filbert Bayi en los 3.000 metros obstáculos masculinos y Suleiman Nyambui en los 5.000 metros, con sendas preseas de plata, entraron en la historia del país, como doce años antes lo hiciera Akhwari. En 1983 recibió la medalla al honor de su país mientras su pasión por el atletismo continuaba intacta, convirtiéndose en entrenador de jóvenes valores y prestando su nombre a la Fundación de Atletismo John Stephen Akhwari, que apoya y prepara a los atletas tanzanos para que puedan participar en los Juegos Olímpicos. Fue invitado a los Juegos Olímpicos de Sídney 2000 y acudió como embajador a los Juegos de Pekín, cuando se cumplían cuarenta años de su gesta. Alternó sus labores en el atletismo con su trabajo en el campo, en el huerto familiar, donde ahora se ha retirado, con 75 años y el precioso recuerdo de una hazaña que perdurará para siempre en los anales del olimpismo. Bud Greenspan, reputado documentalista del deporte olímpico, resumió con precisión lo sucedido aquel 20 de octubre con la siguiente frase: ”Algunas veces, la esencia de los Juegos Olímpicos se encuentra en las personas que no se han subido al podio”.
* Sergio Pinto es periodista.
– Foto: Reuters
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