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Protagonistas / Historias

La última cena

por el 24 enero, 2014 • 11:12

DEPORTIVO-LAS PALMAS

Hubo marisco como en las grandes noches. Y albariño. Fue en El Manjar, su lugar fetiche, el restaurante por donde ha pasado gran parte de la historia del fútbol español en los últimos veinticinco años. Toda una eternidad para el fast food futbolístico, toda una delicatessen para los que añoran el fútbol añejo. Aunque muchos vieran ya a un dinosaurio de otra época, en su día fue un avanzado a su tiempo. Lo saben bien todos los que han padecido al duro negociador, los muchos que han reído y disfrutado con su retranca gallega y los varios que han admirado al hombre cabezón y persistente que soñó a cualquier precio. Aquello incrementó la factura más de la cuenta, pero nadie se quejó mientras se disfrutaba del caviar europeo. Estaba en la cresta de la ola e incluso él, gallego de la Costa da Morte, olvidó que estas terminan rompiendo en las rocas, haciendo añicos los sueños de los más aventureros.

Augusto César Lendoiro (Corcubión, 1945) tuvo siempre el fútbol más en su cabeza que en sus pies. Así lo demuestra cuando con apenas 15 años funda y preside un club de fútbol base, el Ural C. F., que regentaría durante casi dos décadas. Con 33 años, y tras haber pasado por la universidad, se atrevió con un ensayo Deporte, política y fútbol de bolsillo (1978) en el que se pone de manifiesto su personalidad y su modo de acometer los retos venideros: “Sin riesgo no es posible despegar”. Algo que ya había puesto en práctica con el hockey patines. A principios de los 70 fue uno de los fundadores del Hockey Club Liceo, un equipo que surgió de la nada para acabar con el monopolio catalán que existía en este deporte. Lendoiro pondría en práctica el modus operandi que luego repetiría en el Depor. Tras varios ascensos el equipo llegó a la División de Honor a principios de la década de los 80. Y Lendoiro arriesgó. Se dio cuenta de que para seguir creciendo necesitaba a los mejores de este deporte. Se marchó a Argentina, hasta San Juan, y allí convenció a Daniel Martinazzo y al resto para que emprendieran la aventura gallega.

Siendo ya un gestor deportivo eficaz comenzó otra carrera en la que entendió que sería más fácil (y sobre todo más estable) prosperar. En 1987 fue elegido concejal del Ayuntamiento de A Coruña por Alianza Popular (actual Partido Popular). Allí se reencontró con un viejo amigo de la Facultad, Paco Vázquez, ya como alcalde (representando al PSOE) de la ciudad, el mismo cargo que desempeñaría durante más de dos décadas. La relación, sin embargo, se resquebrajó ante los escasos apoyos del consistorio, llegando a convertirse en rivales irreconciliables, tras disputarse ambos la alcaldía en 1991 y 1995. Mientras, Lendoiro creció bajo el brazo de Manuel Fraga como senador (1989-1990), como secretario general para el deporte de la Xunta de Galicia, como diputado en el Congreso de los Diputados (1993-1995) y como presidente de la Diputación Provincial de A Coruña (1995-1999).

DEL CORUÑA AL SUPERDEPOR

Su desembarco en el fútbol de élite no llegó hasta 1988. Para entonces el Liceo ya era campeón de Europa, mientras el Deportivo de La Coruña se desangraba coqueteando con el descenso a 2º B. Conocedor de los resortes de la publicidad, se presentó en Riazor con el eslogan Camina o revienta, frase popularizada por El Lute, cuya película estaba de estreno en aquellos momentos. Con 500 millones de pesetas de deuda, 5.000 socios y salvado de caer al pozo del fútbol español en el último minuto de la temporada, Lendoiro tardó tres años en poner al Coruña en Primera. 20.000 abonados llenaban las gradas de Riazor. Tras un nuevo éxito, Lendoiro arriesgó y dobló su apuesta: “¡Barça, Madrid, ya estamos aquí!”, lanzó profético ante una abarrotada plaza María Pita.

De la mano de Arsenio Iglesias consiguió que el Deportivo de La Coruña dejara de ser un equipo ascensor. En cuatro años edificó el SuperDepor. Para ello repitió la Operación Martinazzo, pero en esta ocasión se desplazó hasta Brasil en busca de un mediocentro alrededor del cual orbitara el equipo. A Mauro Silva lo ficharon en la camilla de un modesto club, el Bragantino. Se trataba de un brasileño diferente, un jugador exigente y exquisitamente preciso en ese primer pase, en esa primera piedra que puso las bases de todo. El complemento sería la estrella. El crack del Flamengo que tenía el billete comprado para Dortmund. El fichaje de Bebeto fue una genialidad de estrategia cañí regada con acento galego. Acompañado de su amigo Fernando Torcal, un avispado intermediario, consiguen convencer al delantero brasileño (y a su mujer) de las bondades de Galicia. Lo hacen con dos fotos. En la primera muestran una estampa nevada de Dortmund afirmando que ese es el paisaje habitual. En la segunda le enseñan una imagen de Coruña con un sol radiante con la Torre de Hércules y Riazor al fondo, junto a la playa: “Como Río de Janeiro, pero más pequeñito”, le dicen. El resto se explica a base de goles.

Los 29 del brasileño para ganar el Pichichi en su primera temporada en A Coruña llevaron al conjunto blanquiazul hasta la tercera posición en la tabla. Un equipo sustentado desde atrás por Djukic, organizado por Mauro Silva y coronado por Bebeto. Desplegaban un fútbol alegre y desafiante ante los poderes establecidos. Algo similar a lo que hacía Lendoiro desde el palco, quien respaldado por los resultados se mostraba tenaz y dispuesto a llevar su idea hasta las últimas consecuencias. En aquellos años arrancó el mito inexpugnable de Riazor, donde el Madrid, por ejemplo, estuvo dieciocho años sin ganar. Al año siguiente (1993/1994) la apuesta se redobló con otro brasileño para la zaga, el eterno Donato, con las carreras de Fran, el gallego que mantenía al equipo enraizado a la tierra, y las paradas de un Paco Liaño, que desde aquella época mantiene un récord vigente. No obstante, los 18 goles encajados por los blanquiazules no fueron suficientes para ganar aquella liga. Otro portero lo evitó. González inundó de lágrimas A Coruña tras detener el penalti a Djukic. Incluidas las de Lendoiro.

De otro sabor fueron en la final del agua. Allí la felicidad desbordó a los deportivistas tras alzar la Copa del Rey frente al Valencia, precisamente el equipo que un año antes le impidió ganar la liga. El fútbol siempre te da revancha. A la Copa sumarían meses después la Supercopa de España. Para entonces Lendoiro había encontrado un plan de viabilidad para el Deportivo, había firmado los primeros contratos importantes con las televisiones y se había sabido rodear de empresarios y agentes de fútbol. Con la llegada de la Ley Bosman supo moverse con la misma eficacia que en sus primeros fichajes y fue de los primeros en convertir el once en una gran Torre de Babel. Incluso reclamó con insistencia a la FIFA una compensación económica por ceder a los internacionales a sus selecciones. La mina de Brasil fue siempre la preferida de Lendoiro y tras la marcha de Bebeto llegó Rivaldo, que hizo un temporadón mostrando lo que su pierna izquierda podía hacer (marcó 21 goles). Tras la marcha de Rivaldo al Barça, previo pago de la cláusula, llegó Djalminha, posiblemente el jugador más espectacular que vimos los que crecimos en los noventa hasta la llegada de Ronaldinho.

Javier Irureta fue el encargado de dar forma al proyecto en los últimos años del siglo XX. Con un fútbol más cartesiano, asentado en el equilibrio del 4-4-2, los Naybet, Donato, Mauro Silva, Djalminha, Fran, Pauleta, Turu Flores o Makaay volvieron a dar sensación de equipo grande. En el 2000 lo podrían decir con todas las letras. Ya eran campeones de liga y la plaza de María Pita volvió a reventar de éxtasis. Entre tanto, Augusto César Lendoiro se convertía en el primer presidente remunerado del fútbol español. Tras ser repudiado por su partido político, la Federación de Peñas del Depor propuso asignarle un sueldo y dedicación exclusiva en el puesto. Lendoiro siempre negó que tuviera algo que ver con la iniciativa y un mes después aceptó. A partir de entonces cobraría el 1 % del presupuesto anual del club. Eso fue en diciembre del 99. Seis meses después, el Deportivo ganaba la liga y Lendoiro pasaba de cobrar 61 millones de pesetas anuales a 99,5. “No vengo a ganar dinero”, declaró.

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Eran los tiempos en que los Riazor Blues cantaba lo de “cómo me voy a olvidar de que el Deportivo ganó la liga, si es lo mejor que me pasó en la vida” y pocos se interesaban entonces por las arcas del club. En cualquier caso, la entidad blanquiazul vivía aquellos días de bogavante y alvariño como un ejemplo de gestión. Lendoiro ya se había ganado la fama de negociador duro, y pocos tienen tantas anécdotas con el dirigente gallego como José Antonio Martín, Petón:

“Tenías que adaptarte a sus horarios, se negociaba a partir de las 10 de la noche, siempre con mesa reservada en ‘El Manjar’ ofrecía al presidente aquella tortilla de patatas exquisita y el mejor marisco de la zona. Todo regado con un buen vino. Dos horas y media después cambiaba al cava y entonces se empezaba a hablar de futbolistas. Esas cenas terminaban al amanecer regateando números y jugadores. Recuerdo una noche con José Fouto, presidente del Mérida, en que terminamos mandando a Nuno, el primer representado de Jorge Mendes, a la ciudad extremeña”.

CENTENARIAZO Y GATILLAZO

La Champions League se convirtió en otra rutina más para una ciudad de menos de 250.000 habitantes, por fin navegaba Lendoiro por las aguas más exclusivas de Europa y su verborrea también se internacionalizaba: “El fútbol ha hecho más por promocionar A Coruña que la Torre de Hércules”. Los ingresos de la Champions permitieron fichajes de relumbrón. Agotado el caladero brasileño, Lendoiro miró al archipiélago insular para pescar a su nueva joya. Juan Carlos Valerón llegó a Coruña tras el descenso del Atleti. Le acompañaron Molina y Joan Capdevila. A los que se sumaron nombres como los de Diego Tristán, Sergio o Pandiani. Todos ellos estuvieron presente en otra de las fechas más recordadas por el deportivismo. Fue la noche del 6 de marzo de 2002, la noche del Centenariazo. El Deportivo era el invitado en la fiesta del Real Madrid en aquella final de Copa del Rey, disputada en el Santiago Bernabéu precisamente el día que la entidad de Chamartín cumplía 100 años. La Copa no acabó en el museo blanco, sino que viajó hasta la ciudad herculina, en lo que supuso el culmen de Lendoiro y su proyecto. Fue su particular Maracanazo.

La última meta era Europa. En esos primeros años de la década del 2000 el Deportivo presentó sus credenciales en los grandes estadios del viejo continente. Manchester United, Arsenal, Bayern de Múnich o Juventus fueron algunos de los que tuvieron que doblar la rodilla ante el buen juego de los gallegos. Hasta la épica parecía de su lado en aquel 2004. Solo así se podía superar aquella eliminatoria ante el gran Milan, campeón de Europa. El Milan de Ancelotti, de Pirlo y Shevchenko, de Maldini y Dida, de Seedorf y Gattuso. La remontada llegó en Riazor, tras el 4-1 de la ida. Cuestión de meigas. Pero el fútbol volvió a ser cruel con el Deportivo. En las semifinales, una broma mal entendida fue el principio del fin. Aquella patadita de Andrade a Deco le supuso una roja que le impidió jugar la vuelta. El “He is my friend” del defensa portugués nos enseñó que no solo vale con saber idiomas.

Lendoiro olió la orejona y pensó que la gloria evitaría la quiebra. En 2004 la deuda del Deportivo ascendía a 178 millones de euros. En la previa de esas semifinales de Champions promovió una ampliación de capital: “los milagros tenemos que hacerlos entre todos”, pidió el presidente. Pero los milagros, ni los deportivos ni los económicos, llegaron y los blanquiazules comenzaron el descenso de su particular montaña rusa. Fue el final de un ciclo que se certificó con la marcha de hombres insustituibles como Mauro Silva y Fran, además del propio Irureta. Fuera de la Champions y con Caparrós a los mandos se impuso la economía de guerra. Nada de grandes fastos, nada de fichajes internacionales, nueva apuesta por los hombres de casa, los jugadores cedidos y los descartes de otros a coste cero. Aquella huida hacia adelante no evitó ni el descenso de categoría ni, aún peor, el concurso de acreedores.

“Compramos un Mercedes con el sueldo mínimo”, resumía el propio Augusto César, nombre de emperador para alguien que soñó con levantar un imperio. Lo consiguió a costa de endeudarse (deja 170 millones de deuda), de negociaciones eternas con representantes y presidentes, de enfrentarse a políticos o de insuflar grandeza a una grada que se acostumbró rápido a volar alto, pero asumió peor la caída. Se va el hombre que, como decía Miguel Ángel Gil, era un tres en uno: presidente, director general y secretario técnico. Se va el creador de una epopeya que hoy resultaría imposible con el regusto amargo de los últimos años y la nostalgia de las noches de mesa y mantel, botella de vino y bogavante fresco. Se va, y parece que eso es lo mejor que podía pasarle al Deportivo.

* Emmanuel Ramiro es periodista.

– Fotos: La Opinión A Coruña – EFE




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