"El modelo de juego es tan fuerte como el más débil de sus eslabones". Fran Cervera
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El fútbol es como un baúl de recuerdos que, cuando lo abrimos, nos invade de emociones muy contrarias. Grandes momentos se mezclan en nuestra mente junto a otros que deberían ser olvidados. El triunfo comparte espacio junto al fracaso, pero la lealtad hacia un equipo es tan inquebrantable como el amor hacia una madre.
Una de esas aficiones es la del Atlético de Madrid. Sumida en sus 110 años de una historia similar a montaña rusa. Un sube y baja deportivo que nunca ha gozado de una estabilidad suficiente como para que sus seguidores puedan presumir sin recelo de un equipo que devuelve lo que los hinchas dan. Pros y contras envuelven a un club sin igual.
La memoria tiende a relacionar lo más actual con vivencias pasadas. De lo particular a lo general. Hoy en día los rojiblancos sonríen. Y lo hacen gracias a un hombre que llegó al banquillo del Manzanares cuando el barco iba a la deriva en una temporada que los más agoreros ya trataban de comparar con aquella fatídica del año 2000. Ese argentino no era nuevo en esos lares. Ya había estado de visita en el estadio Vicente Calderón. Pero de eso hablaremos más tarde.
El mayor gozo que se vive hoy al sur de la ciudad es la fecha del 17 de mayo de 2013. Santiago Bernabéu. El Atlético de Madrid rompía su maldición contra el eterno rival, en su campo y en una final de Copa del Rey. Vencía además en la prórroga, una bofetada a los que propugnaban un partido fácil para los blancos y una nueva derrota a las cuentas de unos colchoneros abocados a bajar la cabeza ante el Real Madrid. Un encuentro de mucha historia que va más allá de lo meramente futbolístico.
No había nacido aún el Atlético como institución cuando, unos días antes de su fundación, el Athletic Club visitó la capital para enfrentarse al Madrid. Ganaron los vascos, que no estuvieron contentos con las artes de los blancos. Eso, unido a la idea de aquellos estudiantes de la Escuela de Ingeniería de Minas madrileña, hizo replantearse el modo de crear un equipo que compitiera contra esos jugadores, contra el único grande de la capital. Más rivalidad. Ese sentimiento, no de odio, pero sí de incomprensión, fue el detonante para la existencia del Athletic Club madrileño. Y allí no sólo se reunieron vascos resentidos con aquel encuentro. También comenzaron a acercarse a ese modo de ver el fútbol ciudadanos de la propia capital que no sentían nada por el Madrid, deseosos de una alternativa.
La rivalidad fue in crescendo con el paso de los años y llega hasta el día de hoy. De estos enfrentamientos se podrían sacar superproducciones cinematográficas que bien valdría la pena pagar. Pensar en un Atlético de Madrid-Real Madrid, un partido que se ha dado en 249 ocasiones (oficiales y no oficiales), es rememorar el 23 de febrero de 1929, o lo que es lo mismo, el primer partido oficial entre ambas entidades. Un partido que se llevarían los merengues tras remontar el gol inicial de los rojiblancos. Pocos aficionados quedarán que vivieran tal época.
Desde entonces, los atléticos han vivido con cierto recelo las derrotas y con una emoción fuera de lo normal las victorias, que bien es cierto que antes se daban de forma más habitual que hasta hace bien poco.
Gestas que se han paseado por Europa. Como el triple partido en semifinales de la Copa de Europa que tuvo que llevarse a La Romareda para elegir finalista y en el que los de Di Stéfano consiguieron arrebatar la plaza a los de Enrique Collar.
Las mentes despiertas aún recuerdan el duelo de Futre con Paco Buyo, la final en el Santiago Bernabéu en la que el portugués y Bernd Schuster pusieron patas arriba la capital con dos goles que ya han pasado a la historia del club del Manzanares. Aquella goleada a mitad de siglo que los abuelos colchoneros aun recuerdan con vehemencia. Ese 3-6 en casa blanca con un Ben Barek en plan estelar, tan sólo nueve meses después de un 5-1 en el Vicente Calderón. Una mezcla de cultivo que se antepone a aquella victoria aciaga de la temporada 1999/00, cuando Jimmy Floyd Hasselbaink se vistió de megaestrella para hundir al Real Madrid en el año en que los hundidos serían los rojiblancos. O esos catorce largos e interminables años de dominio vikingo sobre los indios.
Pero no todo en la historia del Atlético tiene que ver con el Real Madrid. Hay más, mucho más. Porque como si de cantares de la Edad Media se tratase, la historia de la final de Copa de Europa entre Atleti y Bayern ha pasado de generación en generación sin perder un ápice de emoción y decepción en las palabras. Un gol de Luis Aragonés, con celebración antes del gol incluida del de Hortaleza, previo al mazazo en el descuento que supuso el tanto alemán y, por tanto, el partido de desempate. Un encuentro con cansancio físico y mental unido a las bajas de los rojiblancos. El 4-0 final no hizo honor. Como tampoco Vicente Calderón cuando, en caliente, soltó la frase que ha sido como una mochila en todos estos años para la institución. El pupas. Una carga que Diego Pablo Simeone se ha empeñado en quitarse a base de trabajo y resultados.
Este equipo es especial. Y lo es por cosas como ganar una Copa Intercontinental sin ser campeón de Europa. Es el único club del mundo que lo ha hecho. En Independiente bien lo saben; siguen sin explicarselo. También puede presumir de tener un título que sus vecinos jamás lucirán en sus vitrinas: la Recopa. Fue en 1962, en la segunda edición de la misma, ante la Fiorentina.
Si pasamos lista por la historia de este club sin parangón, no podemos olvidar el doblete de la temporada 1995/96. Un año después de coquetear con los puestos de descenso, y de la mano de un Simeone, que ya hacía de entrenador. ”O ganamos o morimos ganando”. Ese fue el Cholo en el autobús camino del Vicente Calderón antes del decisivo partido contra el Albacete. Un encuentro que no todos vivieron, pero que sí todos recuerdan. Al argentino gritando como alma que lleva el diablo tras conectar un envío de Don Milinko Pantic, que posee su sitio en la actualidad gracias al ramo de flores del córner. El control de Kiko Narváez tras un saque en largo de Molina. Y esa dedicatoria con los morros del gaditano.
Como si fuera ayer, aún ven con claridad el cabezazo de Pantic en la final en Zaragoza contra el Barcelona. Esa copa que habla serbio. Ese Milinko descamisado recorriendo por la banda sabedor de lo que acababa de lograr.
Y ya que hablamos de los catalanes, no podemos terminar este escrito sin rememorar aquella remontada épica en un Vicente Calderón que, tras 45 minutos, estaba rendido a la supremacía de un Romario que puso 0-3 en el marcador. Una segunda parte antológica terminó con el 4-3 definitivo. Una fiesta en el Manzanares que se trasladaría poco después al Camp Nou en la Copa del Rey. Ese día, el ídolo Pantic vivió su mejor y peor noche. Marcó cuatro goles en el feudo blaugrana y no sirvió para nada. Los culés se llevaron el partido con un Ronaldo y un Figo pletóricos. Noches para no olvidar. Como la única derrota que vivió el Super Barça de Pep tras el sextete o la horripilante derrota por 0-6 en la que Fernando Torres, ídolo y adalid antiBarça, decidió irse de su casa. Con nocturnidad y alevosía. Algunos lo celebraron. No se olvida.
La historia da para mucho. Los recuerdos también. Podríamos extendernos más, pero el mensaje es muy claro. El Atlético de hoy en día no es una moda. Es un equipo que ha vuelto a ser lo que era. Que ha vuelto a dar la guerra que daba. Que vuelve a enamorar a esos románticos que le han seguido en alegrías y desdichas. Que no han fallado. Los que tiran de memoria atlética y ríen tanto como lloran pero están orgullosos de ser lo que son, y de no ser otra cosa.
* Imanol Echegaray García es co-autor de InterSportMagazine.com
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