"Hay que recordar que quienes escriben para los imbéciles siempre tienen un numeroso público de lectores". Arthur Schopenhauer
De que la guerra estaba totalmente perdida me di cuenta hace unos meses, despidiendo entre chuletones al bueno de Diego E. Barros, que se nos iba a Chicago para continuar con esa larga tradición de periodistas de raza acodados en las barras de los peores antros de la ciudad del viento, borrachos y arremangados como si viviesen pendientes de propinar siempre el primer golpe; algún día se acabarán los gallegos con talento para exportar y entonces no sé yo qué será del periodismo en el resto del planeta. El caso es que, Diego, que es blanco como una conciencia infantil, me confesó su hartazgo con lo que él entiende por ‘guardiolismo’, y que no difiere en exceso de lo que piensa la mayoría de aficionados de otros equipos a los que trato habitualmente. Lo recordaba al poco de enterarme que el juez había desestimado la demanda de responsabilidad civil contra Joan Laporta y 16 de sus antiguos directivos, por la que el club les reclamaba 47,6 millones de euros por las pérdidas provocadas durante sus años al frente de la entidad. Sin embargo, según la sentencia, el mandato de Laporta se cerró con un balance positivo de 4,06 millones de euros, y de esta manera se termina con una mascarada vil que ha jugado durante cuatro años con la tranquilidad y el normal día a día de un buen puñado de familias, víctimas del rencor inmaduro y la escasa altura institucional de unos, junto a la complicidad propagandística de otros, pues resultó que el cuento de piratas, ladrones, furcias, tahúres y terroristas con que se atemorizó al más pintado, no era cierto más que en la imaginación y los intereses de unos cuantos, como en las grandes estafas. Por desgracia, hace demasiado tiempo que este club es tan zombie como el más descompuesto y zoquete de entre todos los que suelen aparecer en esos putos cómics que tanto le gustan a mi estimado Barros, ahora natural de Forcarei, estado de Illinois.
Otro de esos tipos condenados a escribir como si hubiese nacido con frac y patucos de charol es Adrián Rodríguez, que una vez tuvo la feliz ocurrencia de sacarme en una de sus contraportadas de Diario de Pontevedra y contar, a todo el vecindario, que servidor se codeaba con lo más granado de la información blaugrana, a través de las redes sociales. Esta es una tierra tan maravillosa y particular que uno puede ser columnista estrella en El Mundo y toparse un día con un viejo amigo, paseando por Michelena, o por Daniel de la Sota, que le pregunte por qué ha dejado de escribir, con lo bien que se le daba; pero si uno aparece en el Diario de Pontevedra, aunque sea en las esquelas, se convierte automáticamente en un héroe nacional. A mi me paraba la gente por la calle para tocarme la cara e incluso algunos me frotaban boletos de la primitiva, como si fuese una imagen milagrera, o un jorobado, qué sé yo. La sensación era placentera, al menos en principio, pues uno es un Nadie Owens que con suerte cae bien por carecer de ninguna virtud, como me dijo alguien en cierta terraza de Madrid que yo no pude costearme. Este tipo de reconocimientos siempre hacen ilusión, qué les voy a contar, pero la experiencia terminaba por tornarse frustrante para todos demasiado a menudo, pues ni a ellos les interesaba lo que yo tratase con el tal Besa, o con el tal Porta, ni yo tenía mucho qué contar sobre Cubero, Carazo y Lesán, que ya es triste que un culé no conozca a Puyal y sí a Lesán, por mucho que pueda vivir aislado en Galicia y su televisión solo sintonice La 1, La 2, TVG y 13Tv. Sospecho que no será mi aforismo más afortunado, pero no se me ocurre nada más apropiado que recordar aquel hit del APM donde una señora, con el gesto torcido y vestida de luto, se desahoga con la reportera diciendo aquello de “¿Ande vamos, señorita? ¿ande vamos?”.
Me habían pedido los amigos del Magazine Perarnau un pequeño recordatorio, una mirada con cierta perspectiva a las informaciones y tropelías perpetradas durante estos cuatro años de mentiras, pero entiendo que no he podido cumplir con el encargo, lo que ya no sorprenderá a ninguno de los pacientes responsables, a estas alturas de partido. Tampoco me siento mejor por tal cosa, ténganlo presente; un fracaso es un fracaso, y aunque en otras ocasiones me he vanagloriado de ellos, hoy me siento profundamente abochornado. Sin ser periodista ni de lejos, ni tan siquiera por aproximación, tengo muy presente cierta responsabilidad hacia cada lector que pierde un instante de su vida en atender a mis cantinelas. Es una lástima que carezcan de la más mínima, profesionales a quienes el público valora y estima, de quienes se fían como quien pide un cura y a quienes son capaces de defender en reyertas de bar y tertulias de cristales rotos como si fuesen de la familia; yo mismo he tenido que barrerlos luego, docenas de veces, mientras mi padre sacaba al adalid de Roncero por la puerta y mi tío despedía al defensor de Mascaró por la bodega. Ese ‘guardiolismo’, que lógicamente dice detestar mi querido Diego y que repelería a la mismísima Valentina Guardiola, es idéntico en composición al laportismo de bancarrota que nos vendieron los mismos profesionales de la información a quienes hoy, de un plumazo, la justicia ordinaria se ha encargado de arrancar la careta con una sentencia redactada en noventa y tantos folios, casi una pedrada.
Todo está perdido ya, de cualquier manera, y como decía al comienzo. De nada sirve hacerse ningún tipo de ilusiones, pues la guerra está lo suficientemente avanzada y desequilibrada como para que ni la explosión de un polvorín entero en plena cara del estado mayor del club y su entorno, siempre uno y trino aunque lo hayan manoseado hasta convertirlo en apellido de quién lo discurrió para retratarlos, pueda ser considerada como una gran victoria más allá de recuperar a un buen puñado de históricos rehenes. Como es de suponer que así seguirá siendo este centenario club, al menos durante un buen puñado de años más, todo atado y bien atado, a prueba incluso de reveses judiciales, puede ser este un buen momento para pedir que paren el carro, pues servidor se baja aquí. Alegar que no quiero saber nada más de un club tan manipulado que parece tener suegra, cuando no dos suegras, y en el que ni sus propios socios saben ya cuáles de sus mitos son ciertos, supuestos o impostados. Que me niego a que cualquier persona civilizada me pueda confundir con un triste oportunista, un merodeador de las arenas qataríes, o un psicópata rencoroso cualquiera, que es el pan nuestro de cada día. Sería un buen momento para declarar todo esto y mucho más, dando un portazo con la cabeza bien alta, pero borrarse ciertos tatuajes de color resulta tan complicado como doloroso y las secuelas pueden terminar siendo catastróficas. Así que tendré que confiar en su indulgencia; rezar, aunque no crea en mucho más que en el pase horizontal, y esperar que no se lo cuenten ustedes a nadie, en especial a esos que tanto presumen de formar parte de la familia; siempre son los peores.
* Rafa Cabeleira.
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