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"Entonces marcábamos goles, pero no nos daban trofeos por hacerlo". Telmo Zarra


Golf / Deportes

La Ryder Cup demuestra que el deporte es ingobernable

por el 1 octubre, 2012 • 10:33

Apenas existían posibilidades de que Europa pudiera remontar un resultado desfavorable de 10 a 6 en los enfrentamientos individuales de la Ryder Cup. En primer lugar, porque el equipo de Jose María Olazábal había rendido a un nivel muy bajo durante los dos primeros días de competición. En segundo, porque los estadounidenses habían embocado prácticamente todos los putts importantes a los que se habían enfrentado. Y en tercero, porque la gesta implicaba un margen de error diminuto: al equipo de Davis Love III le bastaban cuatro puntos y medio para salir vencedores y se iban a disputar un total de doce.

Basta con decir que cualquier persona en Las Vegas que hubiera apostado 100 dólares por un triunfo europeo hubiera recogido al final del día más de 800. Pero la afrenta contra el sentido común no terminaba ahí. Los partidos enfrentaban al número ocho del mundo, Webb Simpson, con el vigesimosexto, Ian Poulter; al noveno (Jason Dufner) con el vigesimoquinto (Martin Kaymer); al decimosexto (Brandt Snedeker) con el vigesimoctavo (Paul Lawrie) o al mismísimo número dos del Ranking Mundial (Tiger Woods) con el trigésimo primero (Francesco Molinari). Creer en la victoria europea era el suicidio de la lógica.

Pero antes de salir al campo, Jose María Olazábal debió en algún momento dirigirse a sus jugadores y decirles: “Luke, si ganas a Bubba Watson en el primer primer partido seremos campeones. Y tú, Sergio, si derrotas a Jim Furyk ganaremos la Ryder”, y así, uno por uno, dándoles a entender que la competición dependía única y exclusivamente de sus respectivos enfrentamientos porque el resto ganaría sin importar las circunstancias. De este modo, sacó a sus cuatro mejores hombres en los primeros partidos del día con el objetivo de que señalaran el camino a seguir, la senda de los campeones.

Luke Donald fue el encargado de abrir los duelos y en sus cuatro primeros hoyos ya se había colocado dos arriba de Bubba Watson. Europa quería enviar una declaración de intenciones. En el momento no podía parecerlo porque se trataba de una ligera ventaja en uno de los doce duelos, pero esa era su arma secreta. El ataque pasaría a ser perfecto si todos repetían ese pequeño gesto: un birdie que les pusiera por delante. Tiempo atrás, en 1999, en Brookline (Massachusetts), un combinado estadounidense consiguió remontar la misma diferencia siendo Donald parte del equipo europeo. Allí también estaban Sergio García y un José María Olazábal en los mejores momentos de su carrera. “Somos conscientes de cómo nos afectó su ímpetu”, declaró entonces. Y sí, se acordaban de aquello.

Los sucesos que acontecieron a partir de ese pequeño gesto de Donald transformaron los cuatro puntos y medio que debía ganar Estados Unidos en los ocho que no podía perder para que Europa saliera vencedora. Es difícil descifrar en qué momento sucedió, pero se produjo un cambio en la transcurso natural de los acontecimientos. Puede que fuera cuando Ian Poulter, disfrazado de púgil desatado durante toda la competición, igualó su partido contra Webb Simpson con dos birdies consecutivos. Alzado la tarde anterior como el líder indiscutible de su equipo, Ian volvió a sufrir las inclemencias de disputar una Ryder en territorio enemigo jugando 18 hoyos perseguido por los abucheos. Lo que pocos de los que gritaban en su contra podían imaginar es que estaban componiendo la banda sonora perfecta para que el inglés derrotara a Simpson. No había más que verle el día anterior en el tee 1 rogando a las gradas por aquellos silbidos. Cuanto más fuertes se volvían, mejor jugaba Poulter.

Resulta difícil reconocerlo, pero existió un momento crucial, que en el deporte se podría definir como el instante en el que todo el mundo, al mismo tiempo, se da cuenta de lo que ha estado pasando. Puede que fueran aquellos dos birdies de Poulter, que le llevaban a ganar el segundo punto para Europa en el día, o puede que llegara cuando Justin Rose, en el cuarto duelo, empató el partido contra Phil Mickelson.

Ambos jugadores estaban disputando el partido más espectacular de todos y el americano llevaba la iniciativa. Uno arriba en el hoyo 16, embocó un putt para par de más de tres metros que dejaba a Rose contra las cuerdas. En el 17, el jugador zurdo estuvo a punto de meter su chip para birdie mientras que Rose tenía por delante un putt de doce metros cuesta abajo. Puede que fuera entonces, mientras la bola del inglés recorría durante más de siete segundos la superficie del green y terminaba entrando en el hoyo, cuando se produjo el citado momento crucial. Porque unos minutos después, en el 18, Rose volvió a conseguir el birdie para ganar un punto y empatar a 11.

Estados Unidos aún tenía la iniciativa en el marcador. Jason Dufner vencía a Peter Hanson, Jim Furyk cobraba ventaja respecto a García y Tiger Woods mantenía a raya a Francesco Molinari. Si las cosas se mantenían así, Estados Unidos ganaría la Ryder por 15,5 a 12,5. Los jugadores lo sabían e intentaron aguantar su ventaja, y claro, terminaron perdiéndola en lo que se ha llamado en este Magazine con anterioridad el síndrome de la gacela, que se crispa y agota al sentir el aliento del león.

Rory McIlroy finiquitó a Keegan Bradley en el 17 y Paul Lawrie derrotó a Brandt Snedeker (5&3) con la naturalidad de quien se quita el polvo de la chaqueta. Cuando Colsaerts y McDowell confirmaron sus derrotas, el centro de gravedad del torneo recayó sobre Sergio García y Jim Furyk. El español se pasó media vuelta conteniendo los ataques del americano, sin apenas posibilidades de ataque y sorpresa, pero manteniendo el resultado hasta los últimos hoyos. Le había visto perder dos campeonatos en el tramo final durante esta temporada y mantuvo la fe en que la presión haría una vez más su trabajo. Furyk terminó con dos bogeys su participación en la Ryder Cup, y con Westwood imponiéndose con claridad ante Matt Kuchar, Europa estaba a solo un punto de la victoria.

Fue fascinante ver cómo el foco principal del torneo pasó a apuntar a Martin Kaymer. Un jugador que había sido número uno del mundo, ganado un major y pasado a ser incapaz de competir a buen nivel en tan solo unos meses. Durante más de una hora resultaba evidente que el alemán no vencería a Steve Stricker y el destino de la competición pasaría a manos de Tiger Woods, justo lo que Europa no quería. “Tienes que conseguir este punto”, le dijo Olazábal. “No me importa cómo lo hagas”. Entonces Stricker, con el partido empatado en el hoyo 17, falló un putt para par que dejaba a Kaymer con uno arriba en el tee del 18. De nuevo, la gacela y el aliento del león. Martin se encontró con un putt de poco más de un metro para ganar la Ryder Cup, leyó rápidamente la caída y lo ejecutó sin demasiados miramientos. Europa había llevado a cabo la remontada más grande de la historia para retener el trofeo.

A unos cien metros del alemán, en mitad de la calle del 18 y mientras el equipo europeo estallaba de júbilo, Jose María Olazábal echaba un vistazo al cielo y contenía las lágrimas. El público estadounidense guardó silencio y se comenzó a escuchar un cántico en la voz de unos pocos aficionados europeos que crecía poco a poco: “One Ballesteros. There’s only one Ballesteros…”.

* Enrique Soto. En Twiterr: @esoto Escribe en www.cronicagolf.com

– Fotos: Dave Shopland (Daily Mail) – Reuters – AP – EFE




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