"Cada acto de aprendizaje consciente requiere la voluntad de sufrir una lesión en la propia autoestima". Thomas Szasz
Zapeo pasada la medianoche estival. “La televisión es el chicle para ojos”, decía Joan Brossa, y a estas horas no hay mucho cristiano que dé para más, seguro, ya a punto de concluir la jornada. ¡Pam! Aparece en Teledeporte algo que capta poderosamente la atención. Precioso documental sobre la historia del Tour, salta a la vista que se trata de una magnífica producción apenas consumidos dos segundos de su metraje. Excelente dirección, intención, selección de imágenes. Coloreado en tonos pasteles el blanco y negro original, siguiendo la traza de aquel invento de Ted Turner que tanto alertó al Hollywood preservador de sus esencias veinte años atrás. Aquí, aplicado a la acción, reconozcámoslo, queda precioso. Pasa por pantalla Antonin Magne, ganador en tiempos de la II República (nuestra), con su faz de hambre arrastrada desde generaciones, abombado el cráneo, rictus de continuo sufrimiento ante la cámara. Le sucede el apolíneo Louison Bobet y, enseguida, el rostro pétreo del gran Gino Bartali. Por todos los santos, si ahí está Fausto Coppi con sus gafas de sol. Y el Galibier, sin asfaltar. Y Charles Trenet cantando La Mer como estupenda banda sonora de fondo. Incluso Josephine Baker, menudo pedazo de gloria. O Charles de Gaulle, gozoso de ver la caravana pasar por Colombey-les-deux-Eglises, su feudo de recogimiento. Se suceden Desgrange y Goddet, inventores del invento, las primeras caravanas publicitarias…. Pura delicia coloreada. De repente, se raya el disco, estremecimiento, coitus interruptus total.
El almíbar se torna ácido, acaba el gustazo. El narrador empieza a decirme que Il Campionissimo andaba siempre hasta las cejas, de ahí que la malaria acabara rápido con él. Y sale el normando Anquetil, jovencísimo, con ojos como platos, casi salidos de las órbitas, presentado como un junkie de las anfetas escupido desde algún relato de beatniks. Acaba el capítulo y el pésimo regusto acompaña hasta que llega la reacción, por fuerza visceral: bueno, vale ya, dejaos de revisionismos históricos y de echar detritus sobre los santos de la épica, las glorias de otros tiempos, aquellos maravillosos deportistas con los repuestos de gomas aún cruzados sobre el pecho. Parad, que cansa. Vivo mejor sin saber la verdad. Es más, pretendo seguir ignorándola. Que se detengan de inmediato aquellos constantes sabelotodo, pesadísimos con darte la brasa desde su hipotética superioridad moral: “¿Y tú qué te creías? ¿Qué subían el Tournalet con un plato de pasta?”. El chascarrillo me repatea los higadillos cada vez que lo escucho y han sido ya demasiados años. Mire usted, aún nos gustaría creer que los Reyes Magos vienen de Oriente, a ver si me entiende, que la vida es bella y el ciclismo, puro. Tampoco lo es la existencia, no te fastidia, y con éstos quedamos avisados –al menos los maduritos– desde que Tom Simpson expiró camino del Mont Ventoux, allá por el 67, vísperas del Mayo francés. ¿Y qué? ¿Qué pretendéis demostrar los revisionistas en vuestro canibalismo histórico? ¿Dejaré de admirar a Merckx? No. ¿A Ocaña? Menos. ¿Enturbiaré el recuerdo de tantos apellidos, tantas gestas, de mi propia memoria infantil, extasiada en julio ante el espectáculo? Ni hablar del peluquín… Aunque digáis que agotaban las existencias de botiquín, aunque se les saliera la espuma por las orejas. Me da lo mismo, que me da igual. Son mis héroes y con ellos me quedo, no quiero otros ni bajarles del pedestal tirando de una soga, como con la estatua de Sadam Hussein en la toma de Bagdad.
Vale, toleraremos la persecución de los mentirosos, la intransigencia ante las transfusiones, las Epos, los Eufemianos y Festinas, abogaremos por un deporte limpio, justo y todas las florecillas silvestres que quieran. Miraremos hacia otro lado ante este nuevo ejercicio de doble moral, de hipocresía, que castiga a la base mientras blande otro código de justicia con los poderosos y los que cortan el bacalao. Lo que sea menester, va, pero dejen en paz a los mitos, dejen de lanzar cortinas de sospecha que cubren pasado, presente y futuro. Pretérito enfangado, hoy de recelo, mañana la extinción… Pues no nos da la gana, por si no ha quedado claro. Seguiré viendo a Contador, a Purito, extasiado, ensimismado, dispuesto a saltar del sofá cuando peguen el arreón en subida, cuando les dé por bajar a tumba abierta. Y recrearé el metalenguaje porque es un cuento de Grimm: serpiente multicolor, maillot amarillo, meta volante, sprint, hachazo, categoría especial, rey de la montaña, etapa reina y el sinfín que forma parte consustancial a una cultura que no apetece en absoluto revisar para demoler. Pongan coto, bueno, pero déjennos que nosotros también se lo pongamos a los excesivamente puristas, trasnochados del honor, peregrinos de vaya a saber qué peculiar pundonor incapaz de dejar pasar ni media.
Ni tocarlos, oiga. De Girardengo, Binda, Cañardo y Berrendero a esta parte, ni se les ocurra. Del primero al último, desde el que recogía los ramos de las bellas hasta el último desertor del arado que acababa hundido a cuatro horas en la general, eternamente repescado del fuera de control. Fuera de control están ustedes con esa manía persecutoria que les ha dado, pero conste que con la épica y la estética no se juega. Luego discutiremos sobre la ética si nos da la gana, pero no me vengan cogiéndosela con papel de fumar, no cuela. Podremos olvidar el idioma francés, pero seguiremos fieles al “Allez, Pou-Pou!” mientras quede un hálito de esperanza en el género humano. Echarán toneladas de fango, pero ahí quedará el bidón traspasado entre Bartali y Coppi, los duelos hombro con hombro entre Anquetil y Poulidor, Koblet y Kubler, el Águila de Toledo tomándose un helado en la cumbre, la prosa de Zúmer y Arribas, la belleza reflejada en millones de detalles, de momentos, mi Tour, mi Vuelta, mi Giro y mi Volta, mis adoquines, mis clásicas, mis clásicas posaderas pegadas al sillín o erguidas sobre el pedal. Llamada a la rebelión de conciencias ante tanta majadería. A muerte con Purito, por decir el primero que se nos ocurre. Acabáramos. Nos encontrarán enfrente, no borraremos este pedazo fundamental de nuestra crónica sentimental. Volvamos a disfrutarlo, rápido, prescindamos de tanto aguafiestas, ignorémoslos. Dejadles en paz de una vez, estén muertos o sean demasiado vivos. Brindemos por ellos, por todo lo que nos dan y dieron. Y darán. Preservemos la memoria, la identidad, la que creíamos verdad legada. Hay franquezas que matan y no deseamos escuchar. Vivimos mejor sin ellas.
* Frederic Porta es escritor y periodista.
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