"Lo que equilibra a un equipo es la pelota. Pierde muchas y serás un equipo desequilibrado". Johan Cruyff
No había empezado la final cuando Robin Soderling, ya con la raqueta colgada, nos traía el titular del fin de semana. “La gente debe entender que hay jugadores hechos de otra pasta, totalmente diferentes al resto. Mientras Roger Federer o Rafael Nadal sigan en activo, serán candidatos a ganar cualquier título”. Sabias palabras de un hombre que los ha sufrido a los dos. En finales de Grand Slam. El balear es el protagonista de la columna de esta semana y prometo que el motivo no es ni la ansiedad, ni la sequía, ni ninguno de esos términos tan feos que le han acompañado cual rémora a lo largo de los últimos meses. Ya no. Montecarlo presenció el renacer del ave fénix en uno de sus nidos favoritos, uno que le ha visto hasta en ocho ocasiones volar más alto que nadie. Con la del pasado domingo asciende a nueve. ¡Pero si estaba acabado! ¡Si tenía que retirarse! ¡Si estaba hecho polvo! Más de uno tendría que haber medido un poco mejor sus palabras cuando la marea estaba baja. ¿Dónde estaba esta gente el pasado domingo? Ahogados por el oleaje. Seguramente encendieran la tele y… ¡vaya! Un tipo levantando su Masters 1000 número 28 les arruinó la siesta. Una vez más debemos acudir al séptimo arte para vestir el artículo con la mejor cabecera posible: Este muerto está muy vivo.
No es el 28 un número que represente más que el 27, o que el 26 o que el 11. Sin embargo, Montecarlo 2016 simboliza un antes y un después en el renacimiento del manacorense. Personaliza el final de la ansiedad y principio de la bonanza. El Principado recuperó ese fenómeno competitivo que ya no recordábamos: Victorias ante Thiem, Wawrinka, Murray y Monfils en cuatro días de reconciliación con sus automatismos, una regeneración culminada de la cápsula de confianza. Los tres primeros le habían inclinado en sus últimos duelos, además sobre arcilla. El francés, la gran sorpresa del torneo, apartó de un manotazo su etiqueta de perdedor y obligó a Nadal a ganar una batalla a sangre fría pero de golpes calientes. Intensidad, nervios, breaks, drama y show. El encuentro gozó de un ingrediente épico que se vio ventilado en el tercer y definitivo parcial, solo apto para superhombres. Era uno de esos asaltos que únicamente se ganan con preparación previa, no importa lo bien que estés jugando en el momento. Una ocasión donde el factor físico adelanta al resto de competidores hasta la meta. Antes de eso, el talento y la genialidad se había apoderado de la tarde monegasca, solo faltaba comunicarle un nombre al encargado de serigrafiar el trofeo.
“Esta semana ha sido muy importante para mí. Ya dije al comienzo del año que me sentía mejor, pero todavía tenía que demostrarlo con resultados. Estoy muy feliz, este es un torneo que significa mucho para mí. Montecarlo es sin duda uno de los lugares más importantes de mi carrera. Volver a ganar finalmente un torneo y hacer aquí lo hace aún más especial. El Monte-Carlo Rolex Masters es algo muy importante para mí”.
El ser humano es imperfecto por naturaleza, pero si existe una materia de la que andamos desnutridos, es sin duda la paciencia. Nos falta calma, análisis, mimetizarnos en otras cuerpos, probar otros zapatos. Si no entendemos algo –o no queremos entenderlo– elegimos siempre el camino fácil, aunque no sea el correcto. Con Rafa Nadal se ha sido muy injusto, se ha rozado la insolencia. Un jugador, aunque haya sido capaz de enterrarnos en gloria, no deja de ser eso, un jugador. Humano. ¿No pensarían que iba a estar ganando toda la vida? En su caso, bastó con bajar un poco el pistón, caer hasta quinto escalón del mundial. Es ridículo el nivel de exigencia al que nos ha acostumbrado este bicho, quizá por eso muchos prefirieron bajarse del barco a lanzar un corcho para volver a sacarlo a flote. Pero Rafael jamás se escondió, dio la cara en cada conferencia y pidió una cosa tan simple como impasible: tiempo. Estaba entrenando bien, estaba jugando bien, estaba recuperando sensaciones y el campo anímico volvía a encontrarse fértil. Cuando uno planta tan buenos alimentos, antes o después acaba recogiendo su siembra. Montecarlo evidenció el último impulso del español para dejar atrás el bache y llamar de nuevo a esa suerte que tanto le había evitado. Tanto la buscó que ya no podía esconderse.
“Bueno, pues habrá que ir a verlo”, me dije el mismo domingo mientras le veía campeonar por televisión. Y qué mejor evento que el Barcelona Open Banc Sabadell para empaparme de verdad. Había estado ya el curso anterior, pero el efecto majestuoso del torneo se mantenía desde la primera baldosa de la Avinguda Pedralbes. El martes retomé el contacto con aquel paraje mágico pero no fue hasta el miércoles cuando descubrí lo que había ocasionado la corona en Mónaco. Hacía tres años que Nadal no se presentaba en el Godó con un trofeo bajo el brazo y eso multiplicaba la ilusión de los presentes más allá de lo natural. “He ganado aquí en ocho ocasiones y no hay una temporada igual a otra”, reiteró el balear tras cerrar su primer triunfo ante Granollers. Lo que se había vivido en la Pista Central hacía una hora era sencillamente acojonante. Las gradas hasta la bandera, en un miércoles laboral, navegando todavía en la segunda ronda, pero claro… en pista se hallaba el mismísimo Thor empuñado su martillo. Se escucharon vítores, aplausos,gritos de ánimo, apoyo constante para el gran héroe local. Por momento parecía que el rival era un noruego y no un miembro del Real Club Tenis Barcelona 1899. El público estaba más entregado que nunca, conduciendo en volandas al mallorquín hacia el triunfo. Aquella era la secuela perfecta después del thriller de Montecarlo, el sostén necesario para mantener la ambición en un hombre que lo ha ganado todo. “Son sensaciones bonitas aunque lleve ya mucho años por aquí, imágenes de satisfacción personal y agradecimiento”. Ovación eterna para aquel que dijo: “Como en casa, en ningún sitio”.
Me vuelvo de Barcelona con la impresión de haber contemplado un nuevo Nadal. No el Nadal perdido en el jardín de Wimbledon ante un jugador limitado; no el hombre vulnerable y con lagunas pese a haber amarrado los dos primeros sets en un Grand Slam; no el jugador dubitativo a la hora de afrontar un bola de partido ante un rival menor. No es ese Nadal al que yo he visto, pero tampoco es el que ganó once títulos en 2005 o diez en 2013. Ni mucho menos. Es un Nadal que ha tocado fondo, ha trabajado y ha resurgido. Un Nadal que valora tanto el éxito como para volver a luchar por él. Sobre la pista, un hombre nuevo con la misma receta de siempre pero con dos tazas más de experiencia. De su raqueta vuelve a salir esa derecha inabordable, sus rodillas vuelven a arrancar medio segundo antes de tiempo y su cabeza dirige al milímetro los compases de cada intercambio. Nada que no hayamos visto ya en el pasado, solo que recuperando el agente más importante: el miedo. Ese temor que antes portaba sobre sus hombros ahora ha vuelto al cerebelo de sus rivales. Sí, saben que ha vuelto, que nunca se fue, que viene a reconquistar su gira de tierra batida. ¿Se imaginan empezar un partido 0-1 antes del pitido inicial? Así es como salía a pista cualquier profesional cuando al sombrío del vestuario le acompañaba la imagen de la arena y el mallorquín de fondo. Algo está cambiando en el viaje de Rafa Nadal. O mejor aún, algo está volviendo a su lugar.
* Fernando Murciego es periodista.
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