Los amaños, estridentes y primaverales, se parecen a los toros: una tradición que habría que prohibir pero que, muy de vez en cuando, procura historias memorables. Que se lo pregunten a Bochini, que el día que cumplía 24 años –25 de enero de 1978– fue con su Independiente a la cancha de Talleres de Córdoba a disputar el partido de vuelta de la final del torneo nacional (1-1 en la ida).
Talleres era un equipo humilde del interior de Argentina, un territorio vastísimo del que poco o nada querían saber en Buenos Aires. El Rojo, por su parte, era todo lo contrario: uno de los cinco grandes. Además, el conjunto de Avellaneda, de la mano del Bocha, llevaba cuatro temporadas ganándolo prácticamente todo. Era el enemigo a batir. El país, impulsado por el odio a la capital con el que se crece en provincias, se volcó con los cordobeses.
Se conoce que el gobernador de Córdoba, Luciano Benjamín Menéndez, esbirro de Videla, era hincha apasionado de Talleres y lo había preparado todo para que la Copa se quedara en sus dominios. “Yo supe que el general Luciano Benjamín Menéndez, que entonces era el gobernador de Córdoba, estaba muy interesado en que Talleres saliera campeón. Y ese partido fue muy raro, muy raro…”, reconoció Bochini tiempo después.
Pese al complicado escenario, Independiente se va con 0-1 al descanso: en el minuto 29, Omar Larrosa manda una potente rosca desde la banda izquierda y el defensa Enzo Trossero, que había acompañado la jugada, salta y duerme el balón de un cabezazo, colocándolo franco en el corazón del área para que el delantero Norberto Outes la envíe dentro.
Al cuarto de hora de la segunda parte, sin embargo, el árbitro, Roberto Barreiro, se inventa un penalti para el equipo local y Charini lo transforma. Quince minutos después, el colegiado da por bueno el segundo gol de Talleres, marcado con un alevoso manotazo de Bocanelli. Los jugadores de Independiente estallan y rodean a Barreiro, que expulsa a tres de ellos de una tacada.
Bochini corre enloquecido por el césped pidiendo a los suyos que abandonen el campo. En medio de la carrera se topa con su entrenador, el Pato Pastoriza, y le grita: “Hay que irse, nos están robando”. Pero Pastoriza dice que no, que de ahí no se va nadie. “Seguimos jugando para… para qué se yo, para jugar. Era más probable que nos hicieran 3 ó 4 goles, a que empatáramos”, recordó el Bocha en una entrevista.
El partido se reanuda y Talleres encadena ocasiones manifiestas de gol que por remotísimas casualidades nunca acaban dentro. A seis minutos del final, con los jugadores de Independiente consumidos por la rabia y el cansancio, ocurre algo inaudito. Biondi, Bertoni y Bochini comienzan a tirar paredes mientras avanzan en una cruzada desesperada. Después de varios pases desembocan, intrépidos, dentro del área rival. Biondi, en un último esfuerzo, consigue entregársela a Bochini, que decide no reventarla.
Pese a la frustración acumulada, el disparate de partido y el arbitraje aberrante, pese a la situación surrealista de andar con tres jugadores menos y estar rodeado de jugadores del Talleres, Bochini reúne la suficiente sangre fría para no destrozar la portería de un pelotazo. Consciente de que un defensa está tapando el arco, el Bocha, fiel a su credo, le da a la pelota un toque sutil, casi suicida, metiendo el pie por debajo. El balón peina la cabeza del zaguero y se aloja suave en la portería. “Cuando hice el gol salí corriendo y me encontré con el Pato, que me abrazó en la mitad de la cancha. Ahí la hinchada rompió el alambrado y entró al campo”.
* Jorge Martínez es periodista.
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