Crece la indignación entre la comunidad blaugrana a medida que se retrasa el debut de Vermaelen y se intenta olvidar el de Douglas, este último por prescripción médica y en burdo intento para que no se le compute como estreno oficial y probar de nuevo, ya con pleno dominio del reglamento, que no es poco. Como máximo responsable del doble desaguisado se apunta con el dedo acusador a Zubizarreta quien, lo primero de todo, se comprueba la petrina y el dobladillo del pantalón, extrañado por tanta expectación sobre su figura, hasta que cae en la cuenta de que le están reclamando explicaciones por sus fichajes, y es entonces cuando levanta las manos y estira el gesto como diciendo “a mi que me registren“.
Sobre los silencios del vasco se podrían escribir ensayos, pero hemos venido a jugar y yo no me querría ir del concurso sin decir un par de cosas, espero que concretas. La primera de ellas es que Zubizarreta no me parece culpable de los cargos que se le imputan, en absoluto. El mero intento de hacerlo pasar por el máximo responsable de cualquier decisión tomada en el club me parece grotesco y quizás haya que recordar, una vez más, que en su día tuvo más peso la opinión del presidente de Paraguay que la suya propia para elegir entrenador, y que todos los fichajes de cierto renombre se los han arrogado los presidentes, el entrenador y las porteras de turno.
La segunda es que Roma no paga traidores, o no los pagaba. O quizás era que no debía pagarlos, ya no me acuerdo, pero sí recuerdo que la historia de este reo fornido a quién se pretende fusilar al alba, apenas por fichar a un belga un tanto cojo y a un brasileño under que parece neozelandés incluso en Instagram, se remonta hasta los días negros en que Guardiola decidió marcharse y la maquinaria habitual se puso en marcha para hacernos creer que, aquellos que habían ejercido de manos y pies en el pasado, bien podían ser las nuevas cabezas: “¡Siempre lo fueron!”, gritaban los más convencidos. Desde entonces no ha hecho otra cosa esta directiva que demoler pilares viejos y levantar nuevos muros entre sus propias decisiones y sus verdaderas responsabilidades, siempre dispuestos al sacrificio de un peón cualquiera, en el momento oportuno, para poder seguir implantando su modelo tradicional y fagocitador de marcado carácter económico-empresarial y, sobre todo, vitalicio.
Solicitar la dimisión de Zubizarreta me parece una estupidez soberana y un brindis al sol. Sobre mis propuestas, más allá de criticarlo todo, que es lo más fácil, lo sé, les confieso que solo contemplo dos más o menos factibles: la escisión o el suicidio colectivo. Con un segundo de a bordo que le triplica el sueldo y el carisma, pero de quien nadie se acuerda cuando vienen mal dadas, al bueno de Zubizarreta bastaría con enviarlo a disfrutar de las merecidas y atrasadas vacaciones que él mismo reclamó hace unas semanas. Sería lo más ético antes de que un tipo con gafas y una extraña obsesión por el barro, acuciado por algún tipo de encuesta desfavorable o simple aire de cara, decida arrojar sus cenizas desde el palco sin mucha ceremonia pero, eso sí, con muy sentidas palabras: “Descansa, dulce príncipe”.
* Rafa Cabeleira.
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