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"Entonces marcábamos goles, pero no nos daban trofeos por hacerlo". Telmo Zarra


Firmas / Jorge Martínez

La Décima

por el 11 diciembre, 2012 • 17:32

El madridismo siempre fue ganar en primavera”, explotó no hace mucho el periodista Manuel Jabois. A José Mourinho, al menos, le han traído para eso, para que gane todo a partir de marzo, que es cuando la Champions adquiere el color escarlata de la fruta madura. Ligas tiene el Madrid de sobra y el tema de la Copa quedó zanjado en la primera temporada. Al portugués se le recluta, en definitiva, para que le arranque a Platini la Champions de las manos y la arroje al pueblo, sediento desde el trueno de Zidane. “Tráiganos la Décima, por Dios”, le pudo decir el emisario de Florentino antes de subir a la avioneta durante una noche brumosa en el aeropuerto de Milán.

La Orejuda fue la primera razón; la segunda, aunque ambas son la misma cosa, pararle los pies al Barcelona del triplete. El portugués era entonces (y lo sigue siendo) el antídoto más eficaz contra la tromba de fútbol que desató Guardiola y que ningún dique conseguía frenar. Florentino hizo lo correcto apostando por él. Viendo el panorama, también consideró oportuno poner la institución a sus pies; consecuencias del famoso “estado de excepción” al que con frecuencia se refiere Relaño.

Se fichó con alegría, sin reparar en gastos y sin un proyecto futbolístico definido, pero es que el madridismo necesitaba un golpe de efecto con el que sacudirse hipotéticos complejos, suerte en la que Florentino Pérez es un maestro, capaz de traer encadenado al mismísimo King Kong para la puesta de largo del equipo si la ocasión lo requiere. Tras vaciar en Chamartín un cajón de megaestrellas y quitarse de en medio a Pellegrini, que nunca supo muy bien lo que ocurría, mandaron traer al portugués, ese Señor Lobo, porque la situación era extrema y había poco tiempo. En esa forma de tirar la casa por la ventana late la esencia del equipo merengue. Se sacrifican cien bueyes y se riega todo con vino, y ya veremos qué pasa. Ese punto de fiebre, digan lo que digan, es bonito. También es cierto que se lo pueden permitir.

Florentino ungió al míster con poderes plenipotenciarios, cosa lógica, pues Mourinho vino a cortar un fuego, a practicar un torniquete. Nadie habló de epatar ni de crear escuela. Todo lo más, echarle el lazo a la Décima. Le dieron cuatro temporadas. Por eso, de los palos que le han caído al de Setúbal (muchos, merecidos), el que ataca a su libreto es el más injusto. Se le criticó especialmente por los planteamientos que dispuso durante la guerra de los Clásicos de 2011, obviando que en el primer lance Mou fue a buscar al Barcelona a campo abierto, cuerpo a cuerpo, y le atropelló una estampida. La idea futbolística del Barça se lleva macerando 20 años a través de un proceso artesanal y paciente que un buen día rompió a dar frutos poniéndolo todo perdido de trofeos. Pretender que aquel Madrid de Mourinho, con sólo unos meses de vida, le discutiese al Barcelona con los mismos argumentos era una locura, por mucho que el equipo hubiera costado un dineral. Era tiempo de hacer la guerrilla, asaltar en veredas y poner trampas a fin de ir medrando poco a poco la marcha imperial que llevaban los blaugranas, al menos hasta que el proyecto ganara en peso. ¿Dónde está el problema? No conviene olvidar que los blancos se enfrentaban, a decir de todo el mundo, a uno de los tres o cuatro mejores equipos en la historia del fútbol. A medida que han transcurrido las temporadas, el Madrid ha conseguido empaque y ya enfrenta al Barça sin arrugarse; siendo superior en alguno de los últimos Clásicos. Mourinho tiene un patrón de juego muy definido, que no adapta tanto como la gente cree. Clava una pica, hace las maletas y se marcha. Y en eso anda ahora, mientras despliega todos sus trucos, abre más vías de agua de las que sella y crea el caos a su alrededor. En fin, el sainete que representa allá donde va y que aquí en España nos tomamos demasiado a la tremenda. Si es cierto lo que dicen los medios y esta es la última temporada de José Mourinho como entrenador del Madrid y la relación entre jugadores y míster está de verdad desgastada, el portugués tiene que afinar todavía más su estilo y forma de comprender el fútbol para hacerse con el codiciado botín. Debe ser más Mou que nunca (sin incurrir en fechorías). Poco importa los puntos de ventaja que le saque el Barça en la Liga si consigue abrazar la Décima. “Firmo acabar a 25 del Barcelona y ganar la Décima”, reconoció sin empacho Casillas. Todos parecen tenerlo claro. Da igual que el equipo avance entre complots, traiciones o guerras internas (repito, caso de ser verdad lo que se lee y escucha). Históricamente, el Madrid es un conjunto que puede compaginar sin problemas las crisis institucionales con ganar trofeos. Por eso el escenario que se le abre a Mou ante los ojos es inmejorable, porque nadie funciona como él cercado por la polémica. Alguien apuntó hace poco que al portugués no le afecta el huracán porque es él quien está en el ojo.

El 10 es un número redondo y espectacular, sobre todo si se usa para contar las Champions de un equipo. Es en sí mismo una leyenda y Mou la tiene al alcance de la mano. Conseguirla implicaría, además, vencer a su escurridizo enemigo donde más duele: en Europa.

Es fácil imaginar a Mourinho como un Capitán Ahab, atormentado en su camarote y con la frente llena de truenos mientras apuñala cartas de navegación con el compás, loco por dar caza a ese leviatán futbolístico que es el Barcelona. La pierna apuntada bien podría ser el 5-0, aunque la verdadera obsesión, creo, bebe de su época como miembro del cuerpo técnico culé. Es como si se avergonzase de esas imágenes que hay por ahí de él, cejijunto y enfundado en gabardinas gigantes y raidillas de detective en apuros, cuando en realidad era, pese a su juventud, el brazo derecho de una leyenda como Sir Bobby Robson. Lo último que se le escuchó decir, encaramado al balcón de la Generalitat, fue “hoy, mañana y siempre con el Barça en el corazón”. Sin embargo, cuando regresó a la ciudad condal, ya como entrenador del Chelsea y una Champions en el zurrón, lo hizo soltando espumarajos por la boca, medio histérico. Al punto que logró alterar a ese animalote tranquilo que era Frank Rijkaard, a quien llegaron a sorprender repanchingado en los vestuarios de La Rosaleda, leyendo un libro, después de caer 5-1 y con la directiva decidiendo si lo echaban o no. Ese es el poder de Mourinho para la bueno y para lo malo, su capacidad de poner todo patas arriba, abrir en canal una institución y aprovechar la bulla y confusión, como esas nubes de golpes que se forman en los cómics, para zafarse a última hora de la turba y salir triunfante con la copa. En sus últimos meses aquí (repito por tercera vez, si es verdad lo que publica la prensa) Mou debe seguir avanzando con el Madrid en tropel y algarabía, como los gitanos de Macondo; entregarse a una bacanal desmedida de fin de imperio y quemar todas las naves. El riesgo si no se alcanza el objetivo es notable después de armar tremendo quilombo, algo, por ejemplo, a lo que no se expone el Barça, que flota en una balsa de aceite. Pero es el precio a pagar por querer surcar el océano a bordo del Pequod.

* Jorge Martínez es periodista.

– Foto: EFE




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