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Orizaola, de Berna

por el 11 junio, 2013 • 14:00

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Don Enrique Orizaola Velázquez ha fallecido en Albacete a los 91 años de edad. Entrenador de larguísimo currículum, entrenó al Murcia, Osasuna, Levante, Oviedo, Valladolid, Salamanca, Rayo, Sabadell y otros clubes de diversas categorías, pero su nombre permanecerá eternamente vinculado al Fútbol Club Barcelona y a un partido, la final de la Copa de Europa del 31 de mayo de 1961 que disputaron en Berna el Barça y el Benfica portugués. Para la leyenda, la final de los palos cuadrados. Para don Enrique, su indisociable segundo apellido desde entonces, muy por encima del Velázquez materno. De cara a la posteridad, ya quedaba convertido en Orizaola, de Berna. Cántabro educado, de excelentes maneras y trato, volvió al Barcelona a mediados de los 80 como ayudante técnico de Venables y sucesores. Incluso preparó el espionaje de la también infausta final de Sevilla ante el Steaua de Bucarest, equipo al que desmenuzó en diagnóstico de flaquezas que, no hace falta resaltarlo ya, resultó baldío ante el frustrante marcador final. Pero 25 años más tarde, seguía siendo Orizaola, de Berna.

A finales de los 50, Orizaola andaba por los 35, con cartel de prometedor técnico y hombre a seguir por las principales entidades del país. El convulso Barcelona de aquellos días tuvo el acierto de pensar en él y contratar sus servicios como ayudante del nuevo melón por abrir, el serbio Ljubisa Brocic, un trotamundos que había entrenado a la Juventus y al PSV Eindhoven, pero del que se recelaba en cuanto a integración inmediata y efectiva dentro de los peculiares esquemas del futbol español. Como medida de precaución le colocaron un lugarteniente, una joven mano izquierda de contrastada solvencia. El Barça, situemos, estaba a punto de cambiar su junta directiva, broche final a la controvertida época de Miró-Sans, y los seguidores bullían en deseo de arrebatar la hegemonía al Real Madrid, sobre todo en feudo continental. Aún no se había cerrado la tremenda herida abierta con la espantá provocada por Helenio Herrera, aquel que había tenido los arrestos de hacerse transportar a hombros de sus incondicionales por Las Ramblas para ilustrar un reportaje de periodistas italianos, justo al día siguiente de caer eliminado en Europa por el Real Madrid. Al mago del autobombo y el márketing personal no se le ocurrió mejor manera de dinamitar los puentes de su relación, dispuesto a correr hacia la suculenta oferta lanzada desde el Inter de Milán por el magnate del petróleo Angelo Moratti. Tras el dislate, deprisa y corriendo, cayendo incluso en el ridículo y la desvergüenza, la junta directiva había tenido que pedir público perdón a Kubala por haberse alineado con Herrera durante su tremendo pulso por el poder en un gallinero excedente de gallos.

Como corriente de fondo, por si le faltaba pimienta al guiso, la construcción del Camp Nou había resultado un absoluto fiasco económico, de coste más que triplicado, que amenazaba literalmente al club con la bancarrota a causa de los 200 millones de pesetas largos de déficit acumulado. Pero nadie sabía cómo plantear ese agujero ante la opinión pública, qué hacer con el viejo Les Corts, negada fuente de ingresos pendiente de recalificación urbanística. Desde los años de la Guerra Civil, sin duda, el club no había vivido trance tan delicado, trago tan difícil de digerir. Y Orizaola, con este panorama, entra por la puerta bajo etiqueta de técnico prometedor…

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Brocic empezó excelentemente la campaña 60-61, como era norma habitual en aquellos días y aquel Barcelona. Bueno, tampoco le concedamos excesivo mérito a un hombre al que –ver foto adjunta– habían confiado una rutilante, inimaginable plantilla, ahora reforzada con dos defensas de postín, el consagrado Garay y el prometedor lateral Foncho. Con los seis millones de traspaso pagados por Jesús Garay, ahora que despedimos San Mamés, el Athletic pudo construir una nueva tribuna que llevaría popularmente su nombre hasta el derribo de La Catedral. El plantel barcelonista de entonces, un lujo sibarítico. Con la eterna garantía del ya veterano Ramallets bajo palos, la retaguardia de los catalanes que tanto prefería Herrera por su compromiso, formada por internacionales como Segarra, Gracia, Olivella o Rodri, la media con Gensana y Vergés y el ataque, menuda traca de ataque, paradigma del atracón de caviar beluga. Cuando los equipos de postín suspiraban por albergar dos estrellas, el Barça lucía diez en derrochadora nómina. Si, diez delanteros ante los que Herrera optó por inventar las rotaciones como mal menor que satisficiera tanto ego concentrado. En pasados artículos del Perarnau Magazine rememoramos a aquellos diez titanes. A saber, Evaristo, Eulogio Martínez, Tejada, Kocsis, Kubala, Villaverde, Czibor, Luisito Suárez, Ribelles y Coll. La mayor exageración de talento jamás reunida en una sola delantera de un solo club.

Brocic arrancó bien y permanecía firme en el banquillo alcanzados los octavos de final de la Copa de Europa, cuando se enfrontaron Barcelona y Real Madrid en duelo histórico finalmente resuelto con el célebre gol en plancha de Evaristo, icono fotográfico del barcelonismo durante largos años. El Madrid sufrió así su primera eliminación en el torneo tras cinco años consecutivos de dominio, no sin antes quejarse amargamente por las arbitrarias actuaciones de dos colegiados ingleses, Ellis y Leafe, desde entonces incluidos en la leyenda negra de los blancos, convencidos de que los rectores de la competición se habían conjurado para poner fin a su hegemonía. Al final del encuentro, Brocic pronunció una frase lapidaria que, a la postre, significaría prácticamente su único legado para la posteridad: “El Madrid es un equipo muy grande. Tan grande que sólo el Barça es capaz de eliminarlo”. Al cabo de cuatro días, en frente liguero y situación nada recordada, el Real Madrid se vengó con un rotundo 3-5 que abrió distancia entre los máximos competidores y significó el principio del fin para Brocic, sentenciado a mitad de campaña tras un 2-2 casero contra el Athletic que marcaba el nuevo adiós a las aspiraciones de campeonar. A Orizaola le tocó coger el relevo, mover ágil la mano izquierda para que no se le disparara la feria de vanidades allá congregada en calzón corto. Ya centrados exclusivamente en el frente continental, llegaron sin problemas hasta semifinales. El rival, el Hamburgo de Uwe Seeler, nada menos. Victoria mínima en el Camp Nou por 1-0 y 2-0 en tierras alemanas cuando corría ya el minuto 89, con el público local en éxtasis, tocando prácticamente la final. Entonces, una incursión por la derecha de Luisito Suárez acabó en centro al que no llegó Evaristo, pero halló la cabeza de Kocsis (¿de quién si no?) para forzar el tercer encuentro, el desempate. Kocsis, poco amigo de la broma, se permitió la sorna de declarar tras el providencial remate: “ya no soy Cabeza de Oro. Ahora ya soy Cabeza de Platino”. Evaristo se encargó de decidir el tercer lance, disputado en Bruselas. Todo listo para la primera final europea del Barça.

Por aquello de los calendarios apretados y reñidos con la lógica, pan nuestro de cada día, el Barcelona tuvo que disputar una eliminatoria copera a cara de perro contra el Español cuatro días antes de Berna. El partido en Sarriá fue durísimo; Orizaola apostó por el equipo titular, maltrecho tras la tremenda escaramuza, quedó lesionado Segarra y Kubala fue expulsado tras defender a Czibor en la enésima tarascada. Menudo sparring… Ya en Suiza, dispuestos al partido más importante en los 60 primeros años de la entidad, Orizaola, según hemos podido saber décadas más tarde, no pudo imponerse al poder de Kubala, que le presionó una y otra vez para ocupar plaza titular en el extremo derecho a pesar de arrastrar una hernia discal, nada menos, que convertía su participación en un peligroso disparate para su integridad y para el bien del equipo. El mito húngaro argumentaba que, dada su tremenda fama continental, su simple presencia de Don Tancredo futbolístico obligaría a los portugueses a marcarle férreamente, contingencia táctica que abriría espacios para los Kocsis, Evaristo, Suárez y Czibor, compañeros en la delantera. Contentar al mítico Kubala, que volvía a hacer y deshacer a voluntad en el club tras los años de dominación de H. H., significó la suplencia de Ramón Alberto Villaverde, el excelente interior y extremo al que su carácter humilde y sumiso jugó por costumbre tan pésimas jugarretas como ésta.

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Orizaola dispuso una retaguardia con Ramallets, Foncho, Gensana, Gracia, Vergés y Garay, con la sorpresa de ver al vasco Jesús más avanzado, casi como organizador, y el retroceso inesperado del ilerdense Enric al centro de la defensa. No hace falta extenderse en detalles: aquella fue la final con peor fortuna para uno de los contendientes jamás disputada, la de los palos cuadrados que escupieron hasta cuatro lanzamientos blaugrana, la de los graves errores defensivos de Ramallets y Gensana, la del casi cenizo Kocsis alertando a Czibor que iban a cambiarse en el mismo vestuario de la derrota magiar en el mundial del 54, augurio de pésima fortuna más tarde confirmado.

El Barcelona se presentó en Suiza de manera harto peculiar. Dirigido por una gestora capitaneada por Juliá de Campmany, con Orizaola como entrenador provisional en el banquillo y la máxima estrella, el Balón de Oro Luis Suárez, traspasada oficialmente tres días antes al Inter en la peor decisión deportiva tomada durante los 114 años de historia del club. De Campmany puso en conocimiento de los candidatos, Enric Llaudet y Jaume Fuset, la estratosférica oferta de 25 millones, que debían paliar la alarmante situación económica de la entidad. Ambos dieron su visto bueno y Llaudet, ya presidente, se equivocó al invertir veinte de esos 25 millones en la friolera de quince fichajes para renovar a fondo la plantilla. No surtió efecto: al fin y al cabo, la viga maestra donde asentar los nuevos tiempos ya deslumbraba en Milán. Nadie supo ver entonces que Luisito Suárez era el eslabón natural entre Kubala y Cruyff, el hombre que acabó tres veces consecutivas en el podio del Balón de Oro, el longevo líder que condujo al Inter hasta cosechar buen puñado de títulos, transalpinos o continentales. Tras Berna, el Barcelona se derrumbó moralmente como un castillo de naipes y también Orizaola pagó su parte de platos rotos. Aun siendo siempre bien visto, respetado y considerado, le tocó partir porque allí ya no quedaba nadie tras la escabechina, no por otra razón: partieron Kubala, Ramallets, Tejada, Czibor y Suárez y al resto les pudo el sambenito de ser los perdedores de la infausta final. Ningún otro jugador aguantó firme en el arranque de los mediocres años 60. A don Enrique le sustituyó el exportero Lluís Miró. Se ahorró los años de plomo, pero vio alterado su segundo apellido para siempre jamás. Ya era Orizaola, de Berna.

* Frederic Porta es escritor y periodista.





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