Cuando hace unos días el británico Chris Froome se coronaba como vencedor de la vuelta a Andalucía después de una cerrada competición con Alberto Contador no solamente añadía una victoria de muchos quilates (por rivalidad, por golpe moral, por prestaciones mostradas… quilates simbólicos, pero quilates al fin y al cabo) a su palmarés, sino que también incidía en una tendencia competitiva que viene resucitando en los últimos años.
Hablamos, claro, de ver a los grandes campeones, a aquellos ciclistas que se van a jugar los cuartos en las tres grandes vueltas entre junio y septiembre, carburando a gran nivel desde el principio de la temporada. Algo que tradicionalmente había venido ocurriendo, pero que poco a poco se fue perdiendo y parecía un recuerdo del pasado.
Si tomamos como punto inicial el final de la II Guerra Mundial, cuando se puede situar como el comienzo de la edad moderna en el ciclismo, veremos que los ciclistas de más calidad, los superclases, salían desde el primer momento a competir en todas las carreras. La bicicleta se mostraba como el más despiadado ejemplo de darwinismo social en el mundo del deporte, con los más dotados arrasando desde el principio. El caso paradigmático seguramente sea Eddy Merckx, como siempre, que cimentó buena parte de su leyenda en duelos al sol en la París-Niza frente a corredores como Ocaña o Zoetemelk, y que en un mágico 1971 llegó a vencer en todas las carreras por etapas en las que tomó parte, desde febrero hasta octubre. Pero no es, ni mucho menos, el único, y las cinco victorias de Anquetil en Niza o las de Kelly y Bobet en esa misma carrera nos hablan de una ambición que se ponía a rodar al mismo tiempo que la propia temporada ciclista.
Al menos hasta la segunda mitad de los años 90. Fue ese el momento cuando, de la mano de los nuevos métodos de entrenamiento (y de la mano de la generalización en el uso de la EPO dentro del pelotón profesional), los grandes nombres empezaron a utilizar las competiciones de principio de temporada como banco de pruebas, en algunos casos, y según se supo después, pruebas a todos los niveles, sin interés por la victoria. Fueron años en los que Armstrong solamente aparecía con espíritu competitivo en Dauphiné, Vuelta a Suiza y Tour de Francia, un breve período de dos meses que no colmaba las ansias del aficionado, pero que marcaba una senda a seguir por el resto de los contendientes al podio de París. Al fin y al cabo, si el americano ha dado con la tecla adecuada, vamos a imitarle todos, ¿no? El caso más extremo de dicha preparación milimétrica, que incluía sonrojos durante once meses anuales y éxito solo en el hexágono francés, fue el 1996 de Bjarne Riis, que en Dauphiné Liberé, apenas 20 días antes de comenzar su victorioso Tour de Francia, tuvo que ascender a la ciudadela de Briançon con la bicicleta en la mano para no forzar demasiado sus pulsaciones, y eso después de subir el Izoard a más de media hora del ciclista que lo coronó en cabeza, Miguel Indurain. Como sabemos, pocas semanas después en el Tour, las tornas cambiaron por completo.
Pero de un tiempo a esta parte la tendencia de ahorro absoluto y casi bochornoso durante gran parte del año ciclista ha ido cambiando. Los nuevos métodos de entrenamiento traídos por Dave Brailsford y su equipo, el SKY, e importados directamente del exitoso mundo de la pista en Inglaterra, preconizan la necesidad de estar durante todo el período competitivo a entre un 85 y un 90 % de la forma total, puesto que esa es la única manera de alcanzar el pico potencial en un momento dado sin recurrir a los viejos métodos. Más aun, a nadie se le escapa que este nuevo desembarco de los grandes nombres en toda la extensión del calendario coincide con la implantación del pasaporte biológico, una cartilla que establece un seguimiento casi continuo al deportista en la búsqueda de alteraciones radicales en algunos de los parámetros que pudieran indicar el consumo de sustancias prohibidas. No se pretende aquí decir que dichas sustancias hayan desaparecido del pelotón ni tampoco se expone la idoneidad del funcionamiento del pasaporte biológico (entre otras cosas porque se ha mostrado impotente en algunos casos del pasado, y ciertos estudios apuntan la posibilidad de salvarlo con tratamientos muy específicos), pero sí que es llamativa la coincidencia de fechas, hasta el punto de no poder pensar en una mera casualidad.
Por unas u otras razones, hoy en día los grandes nombres de este deporte se lanzan a la arena de la competición real mucho antes y con resultados mucho mejores. Algo que el aficionado aprecia y que permite transmitir una imagen mayor de credibilidad de cara al exterior. En suma, una vuelta al pasado que ayuda a comprender mejor el futuro.
* Marcos Pereda es profesor universitario.
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