"La clave del éxito no es jugar como un gran equipo, sino jugar como si el equipo fuera una familia". Stephen Curry
De cómo contar un deporte que se niega, remienda y reescribe todos los días.
El primer aviso fue en 1998. El caso Festina removió los rincones de un pelotón ensimismado en su intriga médica. Hacer trampas era lo normal. Hacer trampas era el ciclismo. Por si fuera poco, en el 2006 la Operación Puerto demostró que nada había cambiado. La cultura del dopaje no sólo era pura rutina sino además requisito básico para el ciclista que quisiera luchar con los mejores. En el país de los enanos, nadie compite sin alzas en los zapatos. El desmontaje del mito de Armstrong vino varios años después, tras muchas temporadas de idénticos engaños por parte de amplios sectores del pelotón y justo cuando más presumían algunos de que el ciclismo se había enmendado. Nada de eso. Contadísimos hombres-podio en las grandes vueltas recientes pueden superar con éxito el algodón de la sospecha. Por ello, al aficionado sólo le queda tachar resignadamente a sus ídolos mientras el periodista se las ingenia para reajustar las maltrechas crónicas.
El dilema es complejo. ¿Cómo cubrir un deporte atravesado por dudas constantes de limpieza? ¿Cómo repartir justicia escrita en un ciclismo remendado todos los días, con tantos héroes de cartón y nuevos asteriscos? La cuestión puede parecer sencilla cuando hablamos de tipos como Riis y Armstrong, a los que se puede calificar como completamente fraudulentos. ¿Pero qué hacer con los demás? Marco Pantani, por ejemplo, goza de inmejorable recuerdo en el pelotón, los aficionados e incluso los periodistas, pero es un hecho más o menos fundado que su carrera estuvo muy apoyada en el dopaje. ¿Eso nos inhabilita para narrar con admiración su victoria en Galibier y Les Deux Alpes en 1998, por ejemplo? ¿Se debe alabar algunos de sus logros? ¿O todos merecen cuarentena aunque no estén directamente señalados? ¿Cómo discriminarlos si en realidad sólo dio positivo una vez? ¿Y qué hay de tantos ciclistas que han estado tan cerca de entornos, equipos o médicos sabidamente dopadores, pero no fueron cazados, como Olano, Rominger, Zulle, Pereiro…?
El resultado es un deporte carente de relato estable, sin cimiento alguno en el que sostenerse. Nada existe sin credibilidad y, por supuesto, sin ídolos, como un fútbol que repudiara a Maradona o un tenis que se avergonzara de Federer. Odiosas comparaciones aparte, el ciclismo se ha convertido en una rueda de reconocimiento constante. El motivo es la simple evidencia médica, ya fuera en la época de la EPO –volando completamente fuera de los radares– o más actualmente con hormonas de crecimiento y filetones. De Bugno a Virenque, de Indurain a Cancellara. ¿Por quién poner la mano en el fuego? El ciclismo parece un juego lampedusiano en el que se supone que cambian cosas para que todo siga igual, pese a las alarmantes señales que emite. Y para alimentar esta farsa parecen entregarse selectivamente la cabeza de algunos culpables. Por ello, el escritor tiene que hacer verdaderos malabarismos para conciliar narración y revisionismo, ajustando cuentas con tramposos y sospechosos pero intentado también no saltarse ninguna precaución ni presunción.
En suma, es un ejercicio sumamente resbaladizo. Pero visto un panorama tan podrido, es justo exigir mayor audacia y sentido crítico a quienes cuentan el ciclismo en las páginas.
* Carlos Zúmer es periodista.
– Foto: EFE
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