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Mucho más que el heredero de Borg

por el 21 agosto, 2014 • 10:15

 

Siempre comparado por juego y carácter a su compatriota, el estandarte del tenis sueco de los 80 acaba de cumplir 50 años. Exnúmero uno mundial, ganador de siete torneos del Grand Slam y tres Copa Davis, Mats Wilander tiene a su espalda una apasionante historia deportiva y personal

París, 4 de junio de 1982. “No quiero ganar de este modo”. El juez de silla, Jacques Dorfmann, no ha visto nada igual en su vida. Acaba de proclamarlo vencedor del partido, pero el jovencísimo sueco pide otra oportunidad para su ilustre rival, una lección de deportividad que ni los más viejos del lugar recuerdan en una pelota de match point. “Por petición del jugador Mats Wilander, se jugará de nuevo el punto”. El público estalla en aplausos y después de un largo intercambio, José Luis Clerc manda la pelota a la red. Ahora sí. Wilander es finalista después de un disputado partido (7-5, 6-2, 1-6 y 7-5) que lo sitúa en la final de Roland Garros. Allí le espera el mejor jugador del momento en esta superficie, otro argentino, Guillermo Vilas, que no ha cedido un set en lo que va de campeonato. Nadie da un céntimo por Wilander. Su carrera hasta la final ha sido inesperada y muy meritoria porque ha apeado consecutivamente a los favoritos Ivan Lendl (2), Vitas Gerulaitis (4) y al propio Clerc (5). Pero el sueco tiene únicamente 17 años y esta es su primera final en el circuito. Demasiado inexperto e incluso sorprendido por su hazaña, no cree “que pueda batir a Vilas”, campeón en el 77 y curtido en mil batallas a sus 29 años.

Vilas cumple los pronósticos en el primer set, que se anota por 6-1. Wilander no tiene el aura de su legendario compatriota Björn Borg, pero es ágil, confiado, pega bien con la derecha y va fortísimo de revés. En el lob es extraordinario y nunca da una pelota por perdida. Persigue un sueño: ser el campeón más joven de la historia del torneo. Y con los sueños hay que tener cuidado porque pueden hacerse realidad. A medida que avanza el partido, Vilas ya no se maneja con la autoridad del primer parcial y Wilander lo devuelve todo, hasta los anónimos. Empata el partido en el tie break y le endosa un rosco en el tercer set. El argentino parece agotado y los intercambios superan incluso los noventa golpes. Tras casi cinco horas de partido, Wilander rompe el saque de Vilas en el noveno juego y se anota la manga definitiva por 6-4.

 

“¿El heredero de Borg? No soy Björn número dos, soy Wilander número uno”. Wilander acaba de levantar la Copa de los Mosqueteros por primera vez y responde con claridad y atrevimiento. No quiere que le comparen con Borg, pero se le asemeja bastante como para no pasar por alto esa consideración. Son suecos, juegan desde la línea de fondo y poseen una gran inteligencia tenística, con sus matices y diferencias. Borg es sinónimo de estajanovismo tenístico, de una aplicación rígida al juego y sus reglas; Wilander, en cambio, mantiene una distancia prudente respecto a las ansias agonísticas y al martirio deportivo de su ilustre precedente. Pero su tenis regular, extremadamente pensado, embellecido por un gran talento atlético (casi invencible cuando el partido supera las cuatro horas) y con un revés a dos manos menos pesado y fuerte que el de Borg, pero letal, parece encadenarlo a una incómoda descendencia.

Solo han pasado seis meses desde la marcha de Borg, retirado prematuramente a los 25 años para vivir la dolce vita en Montecarlo, hasta el advenimiento de Wilander en París. Y no se trata de ninguna casualidad o de una paradoja del destino: más de un millar de clubes han trabajado duro en los últimos años para que Suecia disponga de una generación de tenistas que va a dominar la década de los ochenta y parte de la siguiente. Anders Jarryd, Joakim Nystrom, Henrik Sundstrom, Mikael Pernfors, Kent Carlsson, Jonas Svensson y Magnus Gustaffson son algunos de los más destacados, encabezados, cómo no, por Wilander y otro campeón en ciernes, el elegante y carismático Stefan Edberg. Liderados por estos dos ases, los escandinavos se consagrarán en la Copa Davis con tres títulos (84, 85 y 87) y otras cuatro finales (83, 86, 88 y 89) durante esta década, a los que habrá que añadir puñados de éxitos en los Grand Slam y más de una decena de jugadores entre los cien primeros, una cifra que contrasta poderosamente con la situación actual: ningún tenista sueco entre los cien primeros del ranking.

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Barcelona, 25 de julio de 1992. Han pasado diez años desde la victoria en París, pero ahora el protagonismo recae en Edberg, abanderado de Suecia en la ceremonia de inauguración de los juegos olímpicos que se celebran en Cataluña. Doble campeón de Wimbledon, número dos mundial, un caballero dentro y fuera de las pistas, Edberg es la mejor elección posible para capitanear una delegación de 187 deportistas entre los que no se encuentra Wilander. Está retirado. No oficialment, pero lleva un año sin jugar un partido profesional. Con 27 años tendría que ser favorito a la medalla de oro: se juega en tierra batida, su superficie favorita, y al amparo del calor de un público que lo respeta y lo reconoce por su condición de triple campeón en el trofeo Godó.

Tiene sus motivos, y son de peso. Pero para explicar la caída y desaparición de Wilander hay que remontarse hasta 1988, su año pluscuamperfecto al anotarse tres de los cuatro Grand Slam (Australia, París y Nueva York) y el número uno mundial tras una agónica final ante su rival de siempre, el inquebrantable Ivan Lendl, por 6-4, 4-6, 6-3, 5-7 y 6-4. Esa final fue el momento álgido de su carrera y el principio del fin. El sueco llevaba varios años a la sombra del checo, que le había ganado las últimas seis veces de forma consecutiva, con derrotas sangrantes en las finales de Roland Garros y el US Open de 1987. Con la ayuda del técnico Jon Anders Sjögren refinó su juego y lo hizo mucho más interesante. Trabajó el revés a una mano (que ya usaba a menudo para casos de emergencia) hasta que lo pudo utilizar de un modo consistente como variante al ya tradicional a dos manos. El revés cortado a una mano es menos estresante que el golpe a dos manos y también más efectivo con las pelotas bajas y los golpes de aproximación a la red. Otro punto a tener en cuenta fue una mejora notable en el juego en la red y una posición mucho más agresiva en la pista que lo convirtió en el mejor jugador del planeta en apenas unos meses y durante toda la campaña de 1988.

No pudo empezar mejor el año, con una tercera victoria en el Open de Australia al derrotar al local Pat Cash por 6–3, 6–7, 3–6, 6–1 y 8–6 y convertirse en el único tenista de la historia capaz de ganar el torneo en hierba y cemento. En Roland Garros las cosas no fueron diferentes y se impuso al francés Henri Leconte en una final demasiado fácil para el sueco (7-5, 6-2 y 6-1). El único borrón de la temporada lo vivió en Wimbledon, con una derrota sin paliativos en cuartos de final ante el genial e irregular Miloslav Mecir, que lo echó del cuadro tras una exhibición incontestable (6-3, 6-1 y 6-3). El torneo fue para Edberg en la primera de sus inolvidables finales ante Boris Becker. Pero el sueño de Wilander era el número uno y tenía la oportunidad de conseguirlo en las pistas de Flushing Meadows, donde ningún sueco había ganado antes, ni el mismísimo Borg, que sucumbió un año tras otro ante el empuje de Connors y McEnroe.

Tras la victoria, el vacío. Renunció a los Juegos de Seúl y sumó un título menor en la tierra batida de Palermo. Fracasó en la final de la Copa Davis con una derrota en cinco sets ante el alemán Carl Uwe Steeb que significó el principio del fin para los suecos, que perderían por 4-1 ante un inspiradísimo Becker. En resumidas cuentas, a Wilander le costó un mundo y más de tres años asaltar un número uno que perdió en tan solo veinte semanas. Tras quedar eliminado en la segunda ronda del Open de Australia de 1989 a manos del indio Ramesh Krishnan, el mundillo tenístico se dio cuenta de que ya no era el mismo. “Algunos dicen que fue la presión, y probablemente tengan razón. Si hay demasiada presión puedes tener muchos nervios, pero también puedes tener mucha presión y perder el deseo. Y en ese momento no me importaba ganar. Intentaba ganar los partidos, pero también me decía a mi mismo: no, hoy no es tan importante”, explicó. Wilander se sentía como un “globo a punto de estallar”, pero siguió adelante a pesar de que las cosas no le marchaban nada bien. No ganó ningún torneo en 1989 y sus mejores resultados fueron sendos cuartos de final en Roland Garros y Wimbledon. Especialmente dura fue su derrota ante el entonces desconocido Pete Sampras en la segunda ronda del US Open, que lo sacó de los diez primeros de la clasificación mundial por primera vez desde 1982.

El canto del cisne lo vivió en el Open de Australia de 1990. Para asombro de todos, volvió a jugar a su nivel y fue superando ronda tras ronda hasta toparse con Becker en los cuartos de final. Un mes antes, en la final de la Davis, el alemán solo le había dejado anotarse cuatro juegos, pero ahora volvía a ser aquel jugador indestructible que no daba una pelota por perdida. Consciente de que su rival había jugado cinco agotadores sets en la ronda anterior ante Mecir, lo bailó de esquina a esquina del rectángulo. Sirvió y restó extraordinariamente bien y colocó un puñado de milimétricos passing shots para el recuerdo que siempre rebasaron a Becker en la red. Total, que lo echó a empujones por 6-4, 6-4 y 6-2. En semifinales esperaba Edberg y Lendl aparecía por la otra parte del cuadro, pero no se repetiría otro duelo en la cumbre. Edberg lo machacó de inicio a fin y el tanteo fue de escándalo: 6-1, 6-1 y 6-2.

Paró unos cuatro meses para estar junto a su padre, al que le habían diagnosticado un cáncer del que moriría ese mismo año. Se conjuró para volver al tenis y ser competitivo, pero se lesionó de gravedad en una rodilla durante el torneo de Queen’s de 1991 y allí paró en seco. Durante un año y medio se alejó del tenis profesional para vivir relajadamente, tocar la guitarra y estar junto a su esposa, la modelo surafricana Sonja Mulholland. Al cabo de poco tiempo nacería Emma Wilander.

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La piel tan frágil como las alas de una mariposa. Una analogía explícita para definir una enfermedad crónica, sin cura ni tratamiento. Es la epidermólisis bullosa (EB), un conjunto de trastornos de la piel transmitidos genéticamente y que se manifiestan por la aparición de ampollas, úlceras y heridas en la piel al más mínimo roce o golpe. La padecen una de cada 20.000 personas y el tratamiento se reduce a la protección diaria de las heridas mediante vendajes. Erik es el tercer hijo de Sonja y Mats y sufre una variante leve de EB desde su nacimiento hace ya dieciséis años, lo que obligó la familia a mudarse a Sun Valley (Idaho), donde Wilander compró un terreno de 80 hectáreas. Por su clima y falta de humedad, esta pequeña localidad al noroeste de Estados Unidos se ha convertido en un lugar idóneo para minimizar las ampollas de la piel de Erik, lo que le ha permitido participar en deportes y llevar una vida relativamente normal. Aunque no todas las personas tienen la misma suerte y en los casos más severos no es suficiente con un cambio de clima, pudiendo causar la muerte antes de los 30 años.

A raíz de la enfermedad de su hijo, Wilander se ha convertido en uno de los portavoces más influyentes de Debra (Dystrophic Epidermolysis Bullosa Research Association of America), la única asociación benéfica de los EE. UU. dedicada a la búsqueda de financiación para la cura de esta enfermedad crónica. La creación de la Mats Wilander Foundation ha servido también para concienciar a la opinión pública, como plataforma para recaudar fondos que permitan ampliar una investigación hoy en día insuficiente y para contribuir a la expansión de los programas y servicios de Debra.

La familia lo es todo para Wilander, pero el tenis no se ha convertido, ni mucho menos, en algo menor. Trabaja como comentarista de Eurosport en los torneos de Grand Slam, revela los entresijos de los partidos y del circuito en su propio programa Game, Set and Mats, compite en el circuito de leyendas del ATP Tour y durante todos estos años ha alternado la capitanía de Suecia en la Copa Davis con el apoyo y supervisión a varios jugadores (Marat Safin, Paul Henri Mathieu, Tatiana Golovin), mucho antes que compañeros ilustres de generación como Edberg, Becker y Lendl apadrinaran a algunas de las actuales estrellas del circuito. Quizá eso sería difícil con Wilander, extremadamente sencillo y educado, pero también directo y honesto. Queda en el recuerdo su rajada a Roger Federer, al que acusó de no “tener huevos ni corazón” cuando jugaba contra Rafa Nadal, una crítica feroz de la que tuvo que disculparse en público y ante el afectado en un programa posterior.

Y por si todo esto no fuera poco, durante doce semanas al año viaja por Estados Unidos repartiendo tenis a domicilio. Wilander on Wheels (WOW) funciona como una escuela de tenis ambulante. Junto a su asistente, Cameron Lickle, ha convertido su pasión en oficio y da clases en los sitios más inverosímiles. “Me encanta acampar y dar clases de tenis. En vez de pasar un montón de tiempo en aviones para volar a centros de entrenamiento, llevamos el tenis a nuestros clientes. Les ahorra mucho tiempo a ellos y nos divierte a nosotros”, explica Wilander. La idea surgió después de un campo de entrenamiento en el que los participantes se quejaron por el alto precio que suponía la inscripción, más los costes añadidos del viaje y el desplazamiento. Wilander invirtió las tornas y ahora es el quien se desplaza a bordo de una furgoneta que con casi diez metros, el logotipo WOW y una foto suya en ambos lados no pasa desapercibida para nadie. La mayoría de sus clientes son jubilados, treintañeros y todo aquel que pueda permitirse los más de 300 dólares que vale una clase compartida con siete desconocidos más. Es caro, eso seguro, pero no todos los días uno puede pelotear con un exnúmero uno mundial y ganador de siete grandes.

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Wilander cumplió 50 años el 22 de agosto de 2014. Es una buena edad para mirar atrás y rendir cuentas con el pasado. Ha logrado todo aquello que seguramente desean muchos hombres de mediana edad: una vida plagada de éxitos y el reconocimiento y el respeto generales, aunque con el paso del tiempo se recuerden mucho más los nombres de Borg y Edberg, precursor y heredero de una dinastía hoy inexistente. Seguramente la mayoría de expertos y aficionados coincidirán en situar a Björn como el mejor de tan ilustre terna por juego y palmarés, y destacarán la elegancia y la carrera inmaculada, sin falsas retiradas ni sobresaltos, de ese caballero llamado Edberg. Wilander representa el término medio, pero durante mucho tiempo fue el favorito en toda Suecia. Su positivo por cocaína en Roland Garros de 1995 cambió las cosas. Fue un asunto turbio y desconcertante, sin sentido. Wilander siempre se había comportado como un caballero dentro y fuera de las pistas, y ese positivo junto a su compañero de dobles, Karel Novacek, dañó su imagen en un momento en el que se había exprimido a fondo para volver a ser competitivo después de un largo periodo de ausencia. En cualquier caso, también puso sobre la mesa algunos interrogantes sobre el uso de drogas en el circuito, algo nunca confirmado e imposible de demostrar excepto en aquellos casos en que los mismos protagonistas confesaron, como Yannick Noah, André Agassi, por citar a dos jugadores de diferentes generaciones. El doping no fue revelado hasta seis meses después del Abierto de Francia, periodo en el que Wilander se mostró de nuevo competitivo, con buenas actuaciones en varios torneos unidas a victorias emocionantes ante jugadores mucho más jóvenes como Wayne Ferreira o Yevgeni Kafelnikov que lo situaron entre los cincuenta mejores del mundo ya convertido en un treintañero. Seis meses después dijo adiós al tenis profesional en un torneo menor, un modo muy diferente al utilizado por Edberg, que planeó una larga despedida con honores y distinciones en cada torneo durante ese mismo año.

Sería injusto manchar el nombre de un tenista legendario por un episodio desgraciado. Wilander fue el estandarte del tenis sueco de los ochenta, una época prodigiosa para el país escandinavo con numerosos títulos y un periplo excepcional en la Copa Davis, con victorias incontestables ante equipos de relumbrón como los Estados Unidos de McEnroe y Connors o la Alemania Federal de Becker y Steeb. A todo eso hay que añadir treinta y tres títulos individuales, con sus siete Grand Slam (ocho si se suma el Wimbledon 1986 de dobles con su inseparable Joakim Nystrom) conseguidos antes de los 25 años, una proeza que lo sitúa de nuevo al lado de Borg. ¿Cuántos títulos más habría podido conseguir si no hubiera perdido la motivación?

Tras su marcha quedó un vacio que únicamente han llenado a medias (siendo muy generosos) Thomas Enqvist, Thomas Johansson y Robin Soderling, ya retirados. El tenis sueco ha caído tan en picado que el primer representante en el ranking de la ATP corresponde al desconocido Elias Ymer, número 261 mundial (agosto 2014). El trabajo de los clubes ha pasado a mejor vida y no parece que la federación sueca esté dando con la tecla necesaria para forjar nuevos talentos que den lustre a tan prestigiosa escuela. El foco parece dirigido a España, pero de momento no hay resultados visibles. Únicamente queda el recuerdo, enlatado en vídeos de VHS machacados por decenas de visionados. Habrá que esperar. El heredero de Borg aún busca el heredero de Wilander.

* Antoni Vidal.

– Fotos: Getty Images




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